jueves, 26 de enero de 2017

PUERTA SECHIN. Autor: Julio Ortega

Puerta Sechín

Por: Julio Ortega

Contents


 

Obertura

Suma de esperanzas y esperanzados, lo que sigue es una serie de respuestas a las desventuras peruanas de este fin de los tiempos.
El carácter afirmativo de estos balances parte de una larga pregunta por las imágenes del pasado regional peruano; y busca recuperar la experiencia comunitaria del sujeto en su comarca, pero también las coordenadas de su emigración.
Son fragmentos de ida y de vuelta, que tal vez podrían armar una constelación imaginaria, tanto de afincamiento en el lugar natal como de nomadismo entre fronteras.
 Por eso, estas anotaciones postulan el poder de la lectura.
Las anima la posibilidad de que el interlocutor responda por sí mismo, pero también por la parte que le toca en el diálogo, allí donde arma su propio mapa, entre albergues de paso.
Ojalá que esta conversación de ruta acompañe al caminante, compartiendo tramos y mejores noticias.


Sechín

Este relato empieza en Sechín ante uno de los muros de piedra de la cultura precolombina de Chavín.
En ese muro cubierto por la maleza clara del valle interandino, el tiempo ha borrado al jaguar y la serpiente dejando sólo sus fauces rotas.
En la piedra horadada, el relieve rojizo se perfila a trazos y es un signo ahora ilegible, casi una lava balbuceante.
Las fauces del jaguar se deducen de las líneas circulares y los dientes aspados cuyo relieve brilla, óseo y bermejo. La boca de la serpiente, en cambio, se abre en la cabeza escamada de ojo fijo. Sus cuerpos parecen rotar, generados por su negra danza.
 Esa fuerza debe haber sido el inicio de una transformación, y quizá el felino se volvía serpiente. Pero lo que nos queda por adivinar es poco: la línea se ha borrado, y los animales tutelares se hunden en la piedra.
Sin embargo, la fuerza del enigma nos interroga. ¿Por qué estas dos fauces perpetúan su abertura? ¿Y por qué este muro se levanta como un espejo frente al sol que lo desnuda?
¿Qué mensaje nos dejaron los hombres de Chavín con su mudez?
No conocemos su lenguaje y sabemos muy poco de sus hábitos. Pero cada uno de sus objetos –ceramios, joyas, templos –quieren decir mucho pero apenas comprendemos: son fragmentos inconexos de un idioma que hemos perdido. Ese silencio aparece cuajado en piedra abstracta y arcilla cocida.
Pocas culturas habían logrado trabajar en forma tan laboriosa con la materia más callada.
Es un grito enmudecido, el fondo del cosmos mismo, se diría, previo a la noción de habla.
Hasta los ceramios, negros y leves, parecen fabricados para contener no agua sino silencio.
Nos dan de beber ese silencio, ese polvo del camino extraviado.
En ninguna parte como en Chavín el hombre eligió acallar el mundo, alabarlo como soñado.


Yaután

El pueblo de mis padres está a una hora lenta y sobresaltada de Sechín.
Por el camino pedregoso, entre la alta maleza cálida, fui de chico varias veces con ellos a visitar a los parientes de Yaután, a los compadres de Huanchuy, a los amigos de Pariacoto, antes de Huaraz. Las paltas grandes y redondas, de pulpa cremosa, brillantes como piedra a la vista, y al tacto tiernas, habían hecho la prosperidad de la familia paterna. Años después una plaga destruyó los paltos (¡toman tanto tiempo en dar fruto!, protestaba mi padre, incrédulo) y el pueblo languideció, abandonado por los más jóvenes.
Yo prefería los árboles del mango, solitarios y perfumados, a pesar de los insectos torpes en la miel; y era capaz de distinguir el manzano, el limonero, el naranjo. Mi fruta favorita era el pacae, cuyas pepas de pulpa afelpada son de una dulzura liviana. En los huertos de los tíos y primos había también granadas y uvas; y el mejor árbol para trepar en él: la higuera alta y boscosa, donde nos balanceábamos comiendo higos amarillos y morados, que reventaban entre los dedos.
Los muros de Chavín estaban perdidos entre pedriscales y la vegetación hirsuta. De chico, había enmudecido ante esas paredes donde el calor parecía acumularse. El muro agonizaba bajo el sol, y su dibujo semejaba una herida. Yo sabía que éstas eran las ruinas –como se les llamaba en el pueblo –de los "gentiles;" pero la huella del color, la porosidad del dibujo erosionado, me fueron más intrigantes que el dibujo original, que su explicación histórica.
Ese dibujo era una herida, y auscultarla producía una intimidad incómoda. Como si la misma tierra mostrase la cicatriz de su origen.
Mi padre, que advirtió mi inquietud, me explicó con detalle la historia escolar de Chavín de Huantar.

Más tarde, mi madre me contó que mi padre había poseído una colección de ceramios preincaicos del lugar. Los peones le traían huacos de todas partes, contó ella, y tu papá se los compraba. Nos hemos encontrado este huaco en la sementera, decían los campesinos, en el castellano más dulce de la sierra peruana, y él les daba unos soles a cambio. Cuando Julio C. Tello, el gran arqueólogo peruano, visitó la zona a fines de los años 30, mi padre lo recibió y guió en las ruinas. En su tratado sobre el área de Chavín, el arqueólogo menciona entre sus informantes al gobernador de Yaután, mi padre.  No consigna, en cambio, algo que él me contó: Tello le elogió su colección de ceramios y él lo invitó a escoger la pieza que más le gustase. He visto a mi padre en esta clase de gestos que lo definen, y puedo entender que Tello, abrumado, se excusara; pero mi padre insistió y el arqueólogo aceptó llevarse una.  Más tarde, con el mismo desapego, mi padre daría por perdida su colección. Desapareció, dijo, queriendo decir que algunos parientes cargaron con ella cuando él empezó a viajar a la costa, pero que esa pérdida –como toda otra pérdida después- no lo hacía más pobre sino más solo y, por eso, superior.
Chavín me ha parecido, ya entonces, la forma mayor de toda pérdida.
Perdido Chavín, el pasado se hacía irreal. Como si el muro fuese una puerta al vacío, y todo lo perdido se perdiese entre las fauces del jaguar y la serpiente.  
Quizá entre ellos se devoran y un pájaro implacable se alimenta de ambos.

Estas bien podrían ser las fauces del sol.


Moro

Trabajar sobre el Perú es remover las ruinas: ha caído la casa, y no sabemos qué hacer con sus pobres muros.
En mi juventud llegué a creer que el verdadero mapa del Perú era el que trazaban los restos de su antiguo sistema de riego: se podía, en efecto, recorrer el país a través de los canales de irrigación que habían construido los antiguos peruanos arriba de los Andes, entre los valles, y a lo largo de la costa delgada.
Esa agua circulatoria y perpetua me asombraba no sólo porque hubiese, entonces, más tierra cultivada que hoy sino porque los trabajos del agua tienen que haber demandado una atención diferente y precisa; superior a la idea del tiempo, que mide las cosas de otro modo.

Esa atención tiene que habernos dado alegría, un pasado hecho entre todos y un futuro abierto por las aguas. Ese mapa está hace mucho en ruinas.
Sechín es un valle cálido, fértil, entre la costa de Casma y las estribaciones de la cordillera andina, donde anida Chavín, el centro ceremonial, hecho de piedra negra; fue una de las ciudades más antiguas del Perú arcaico, mucho antes de los Incas. Sechín debe haber sido un cruce de caminos entre la sierra a la costa, una huerta, un lugar de reposo. Probablemente un lugar de silos, donde se guardaba la producción agrícola. Y de tránsito, donde pernoctaban los hombres de Chavín que bajaban por los frutos, la sal y la pesca. Mil años más tarde, decaído Chavín, el reino norteño de Mochica-Chimú debe haberse expandido hacia Sechín, convertido en plaza pública de los señores del intercambio y la fiesta.
Cuando los ejércitos del Inca llegaron a las puertas de Chan-Chán, la ciudadela ceremonial,  y propusieron a los caciques la anexión o la guerra, los Mochica no dudaron: estaban empeñados en una larga refutación de la muerte como para resignarse a la guerra. Así lo demuestra tanto la erótica de sus ceramios como el entusiasmo con que se retrataban los unos a los otros.
Esos rostros llenos, carnales, nos miran en su cobriza cerámica con la satisfacción del instante perpetuado.
En cambio, de Chavín no sabemos mucho: ignoramos su origen como ignoramos su fin.  ¿Cómo y por qué desapareció una cultura religiosa madura y compleja? Cuando los Incas anexaron Huaraz y Huaylas, las poblaciones dispersas habían olvidado su origen Chavín. Ya la prehistoria del Perú está hecha por estas grandes desapariciones. Un horizonte clásico simplemente se pierde en la selva o se hunde en la arena, sin huella de su fuga.
Leyendo esta historia incompleta, de muchacho yo creía distinguir el habla dulce de Chavín, un eco de su remota urbanidad, en los parientes de mi madre, oriundos de Aija, un pueblo de altura, cabeza de sementeras dedicadas a una versión refinada de la papa.  Mi madre, y la larga fila de sus parientes, casi todos de una afectividad tranquila y durable, eran hijos del campo, de la siembra y la cosecha; y, creo entenderlo ahora, parecían inmigrantes recientes a pesar de que habían dejado su pueblo hacía mucho; tenían, tal vez, esa marca de ausencia. Venían de otro mundo pero ese mundo era ya inexistente. De chico, yo había sufrido al oírlos cantar los lamentos del terruño; pero en la mesa dominical reía con su risa. Eran sentimentales, de hechura materna, y asistían puntualmente a la misa de difuntos.
Me acuerdo bien del primer vino que produjo mi padre en el pueblo de Moro, no lejos de Sechín.
Las viñas ese verano, dijo él, auguraban un buen año; y en marzo, en los lagares, pisando la uva, extrajo unos toneles de vino oscuro y, me pareció, algo denso, que elogiaba en la mesa como el mejor de la región. A nosotros, los chicos, nos estaba permitido tomar una cucharada de ese vino para aliviar el trago terrible del aceite de hígado de bacalao que, se suponía, nos preparaba para la peligrosa edad del "desarrollo." Al llegar a los quince años, uno podría enfermar y morir si no estaba equipado de una reserva extra de salud. Mi padre se divertía con el poder de su propia medicina.
Recuerdo que cuando llegaron los toneles me parecieron pocos y pequeños. ¿Era eso todo el vino que podía él producir en los viñedos y lagares de Moro? Pero esa brevedad terminó por resultarme más preciosa, seguramente impresionado por las cavilaciones de mi padre, que no era capaz de ponerle precio a una bebida demasiado valiosa. Decidió que vendería todo menos los toneles del mejor vino: serían unos para la casa y los otros para obsequiar.
A mí me pareció que todo el pueblo hablaba de la calidad única del vino de mi padre.  Como él, además, se había negado a ponerle un nombre (por una arraigada convicción suya lo que llevaba una etiqueta de fábrica no era de calidad), ese vino era simplemente conocido como "el vino de don Falconi," lo que sin duda era más que suficiente para él. 
Pero tanto como su reputación me asombró su escasa duración: vendió en unos días los toneles para la venta, y los de casa no duraron mucho con los amigos que lo visitaban a la hora del aperitivo, al mediodía. Bebían su copa despacio, dándose ánimo para descartar despectivamente el futuro del puerto, que se llenaría de comerciantes y delincuentes, según ellos, por culpa de la Siderúrgica del Santa, una planta procesadora del acero, que atraía mano de obra. Ese complejo industrial se alimentaba de la energía eléctrica generada por la central del Cañón del Pato, un gigantesco sistema hidráulico que había sido diseñado por uno de los tíos de mi madre, a quien la familia conocía como "el sabio." Mi padre podía haber sido un funcionario de la próxima siderúrgica pero con sus viejos compañeros de los valles, dedicados ellos a los negocios del arroz y, pronto, al mayor negocio de los bienes raíces, renunciaba de antemano y públicamente a ese puesto que, decía él, lo convertiría de por vida en un empleado.
Había él ya perdido sus tierras, no lejos de Sechín, pero esa misma pérdida exacerbaba las creencias que lo convertían de hidalgo pobre en gran señor a la hora de los brindis. Después de las copas y los bocadillos, elogiados de acuerdo a su nobleza, espíritu y fidelidad a una u otra región (piscos de Ica, quesos de Pariacoto, camarones de Yaután) mi padre repetía, en el sopor del mediodía, el título de una novela peruana famosa: "El mundo es ancho y ajeno." "El mundo (decía, con una pausa dramática) es ancho ( y añadía con sarcasmo) y ajeno."  Jugaba con esas pausas, y luego desafiaba a sus amigos: "¡El mundo es ancho…!,"  les decía de pronto; "¡y ajeno!" coreaban los propietarios, alarmados. 


Lima

Pero quizá el verdadero mapa del Perú no era el de sus sitios arqueológicos, una y otra vez saqueados, como si hasta las ruinas hubiesen sido arruinadas; quizá su posible mapa era el de los sucesivos regímenes de la propiedad.
En las aulas y los patios de la universidad, de las universidades debía decir (he ahí otra frontera, desbordada desde los márgenes disidentes); los universitarios de mi generación, estudiantes pobres, al comienzo de los años 60, sabíamos con José Carlos Mariátegui que la propiedad de la tierra sostenía la división de las clases; y aunque nosotros mismos iríamos a ser una nueva clase media de “izquierda anarquizante,” beneficiados de la modernización relativa hecha por el desarrollismo liberal y el Estado mediador, también sabíamos, entre Gramsci y José María Arguedas, que el heterogéneo universo popular transformaba nuestro entendimiento del  país, hecho, como estaba, de distintas nacionalidades; aunque entonces no pudimos prever hasta qué punto la desigualdad resistiría a la diversidad, ahondando el desgarramiento.

Tampoco sabíamos que las ciencias sociales, a las que atribuíamos un papel revelador del “Perú profundo”, iría a servir como la racionalidad modernizante del Estado en contra de los campesinos, convertidos en hijos de la violencia. A la hora de la matanza, los hijos de la universidad nos vimos fuera del fuego. 
Creíamos con el padre Gustavo Gutiérrez (mi profesor de filosofía en la Facultad de Letras) que el verdadero cristianismo, el que tiene como sujeto al hombre pobre, convertiría a las clases medias, tan poco mediadoras.  Ignorábamos la extraordinaria falta de voluntad moral de las clases dominantes, su latente racismo y feroz cinismo. En los libros de Julio Rarmón Ribeyro y Alfredo Bryce Echenique se revelaba la encarnizada naturaleza ideológica y antidemocrática de la vida cotidiana limeña, y la frustración de un sujeto peruano legítimo, hecho en los afectos. Y terminamos viendo el país de Mario Vargas Llosa como una pérdida: su vasto aparato narrativo nos condenaba desde un realismo prolijo que trabajaba del lado de lo literal, de la muerte.
Pero hoy sabemos menos: este fin de la parte peruana del mundo nos deja sin historia, entre las ruinas del presente. 
Hemos perdido en la matanza (guerra sucia: matanza de pobres) la vida del otro, esa mitad de la sangre, ese rostro en el espejo.
Las víctimas son la última comunidad, exhumadas y renombradas, aunque su verdad exceda a los tribunales. Nos han prolongado el luto.
La identidad vulnerada de estos campesinos y sus familias desplazadas, les da un poder no previsto, una fuerza de demostración, porque sus cuerpos declaran el escándalo de sus vidas y la acusación elocuente de sus muertes.
Estas víctimas no estaban previstas en las versiones del país. Somos más países, naciones, clases y castas divididas. El lenguaje mismo no podría nombrar ese racismo, esa violencia.

Nos han dejado las cuentas, y se nos va la vida en saldar las pérdidas. Restar de nuestras restas, carecer más en la carencia. Los más con menos, la mayoría en minoría, los muchos que son poco. El despojo ocupa todo el espacio disponible, y disminuye toda noción de bien común futuro. La pobreza crece, des-acumulativamente, en menoscabo, como una economía inversa, que redujese todos los índices.
Y también, la posibilidad de seguir leyendo, imaginando, cambiando este mundo entre las manos. Y no hay remedio sino olvido. Como si la historia no fuese a empezar ya nunca, y sólo pudiese ser la crónica elegíaca de una pérdida sin cuento.
Sólo el mito de la propiedad, de su ley de reconversiones, crece. En los últimos tiempos ya no se trata de la tierra -hace mucho perdida-, cuya acumulación se ha fragmentado; sino de la propiedad inmueble, la propiedad financiera, la propiedad del poder global, al que nos debemos en deuda, y que ha convertido al Estado en la guardia armada a las puertas del Mercado. La acumulación ocupa todo el futuro disponible, dando su precio al presente; y no hay otro mundo para cada uno de nosotros sino éste inflacionario, cuyos deudas reorientan nuestras vidas. Pagamos dolor sobre dolor; y somos, sin alivio, la deuda de la pobreza. 
¿Cómo resistir, desistir, existir? De jóvenes nos habíamos prometido demasiado: la revolución, la democracia participativa, la comunidad posible, la pareja igualitaria. Contra toda disuasión, ese otro mapa del país virtual todavía nos despierta con sus voces de plaza pública y sus fiestas del agua y la cosecha. Al volver una calle, a veces, se nos impone la puerta que daría a otra calle. 
La trashumancia parece casual, pero en el cruce de caminos los recién llegados se reconocen de lejos. 
Para el nomadismo, no hay centro en el desierto, no hay un lugar de arribo: sólo vías de acceso, exploración y concurrencia, por donde vamos los que necesitamos oponer a la intemperie otra marca del camino.
Se exceden las rutas, se superponen, entre falsas pistas. ¡A seguir!, nos decimos, empacando, reanimados por la ligera exaltación del viaje. Cada quien tiene su parte de camino que señalizar.
En las abras del nuevo siglo, los caminantes se apresuran. Pequeños puntos de referencia del país disperso: gentes apostadas en lo suyo, en su puerta a los cuatro vientos. 
Las veces del fracaso y las voces de la espera se suceden.
Los recursos son pocos, las demandas muchas. Pero al menos este mapa está por hacerse

Cuzco

Ya al descender del avión en el aeropuerto del Cuzco sucumbí al mal de altura. 
A casi 3, 500 metros sobre el mar, Cuzco (ombligo, en quechua, centro del mundo) nos somete a la prueba de lo vivo.
A muchos no les ocurre mayor cosa, pero esa mañana de mi primer viaje  yo era parte de los que sufren todas las consecuencias. Llegábamos un grupo de periodistas invitados a las fiestas del Inti Raymi, celebración solar en esta ciudad que es un templo Inca.  Mi amigo Alfonso, cuzqueño él, aunque ausente los últimos diez años, me acompañó a tomar el té de coca previsto para los viajeros costeños bajo la mirada sonriente de las vendedoras del mercado. La cabeza me zumbaba, pero la infusión me recompuso.
-¡Qué mal peruano eres! – rió Alfonso, confirmando el mito local de la prueba para turistas.
Estábamos alojados, precisamente, en el Hotel de Turistas, como buenos limeños recientes, donde compartíamos una habitación. Los otros periodistas, con su desenfado y buen humor, pronto se apoderaron del bar, junto al piano y la chimenea. Después de descansar un buen rato me sentí con fuerzas y bajé al salón animado. Alfonso se había marchado a visitar a sus parientes, antiguos propietarios, a los que no veía hace mucho. Decidí dar un paseo por el centro de la ciudad. Como todos los hombres, sentí la necesidad de decir algo sobre la piedra.
Todo Cuzco está labrado en piedra, como si sus primeros habitantes hubiesen abierto calles y plazas en la roca viva.  El silencio resonante, el frío afilado, la luz transparente, hacían pensar en la intimidad de la piedra. Como si esta calle fuese la idea de una calle y esta plaza el modelo de una plaza. La piedra las hacía primordiales, las devolvía al comienzo.
Yo había leído que las cuatro partes de la ciudad correspondían a las cuatro dimensiones del cosmos, y que dos de ellas eran el mundo de abajo y las otras dos el mundo de arriba.  Yo quería recorrer despacio esa cuatripartición entre los barrios, subir y bajar del cielo a la tierra, a sus complementarios simétricos, transponer el cosmos en una calle.  En la plaza, fui sobrecogido por la majestuosa explanada, por la catedral taciturna, por el cielo disuelto sobre el suelo: pisar el cielo, ir de la piedra terrestre a la luz celeste, esta ilusión no era exaltante sino zozobrante. 
Uno no era un dios en esta plaza, una era apenas un hombre; ni siquiera la hechura arbitraria de los dioses, sino el hijo del asombro humano, asomado a esta ciudad del origen, sobrecogido por la fuerza desnuda de la piedra madre.
Fui, entonces, a ver el muro incaico que Arguedas había descrito como vivo en una página de Los ríos profundos.  La piedra hierve, había dicho él, y en las junturas de las rocas superpuestas había percibido la fuerza de la corriente de un río.
Yo veía las calles y callejuelas del centro incaico a través de mis lecturas, pero cualquier alfabeto era insuficiente a cada lector; y cada cual, por lo visto, tenía que descubrir su propia mudez, antes de poder decir qué suerte le había tocado en ese peregrinaje.  Entre mudos y cegados iban el habla y la luz.
El muro incaico donde está la piedra de los muchos ángulos, ese signo que escribe el orden secreto de la ciudad, era un espejo de piedra oscura: para verse en él había que tornar a la piedra, a ese comienzo del mundo donde, de pronto, somos un espejismo de polvo. Las miradas de tantos hombres han auscultado esta piedra que han terminado por pulirla con sus preguntas. Un amigo creía que en esa página de Arguedas cuando el niño toca el muro brota angustia. Pero el niño lo que encuentra en el muro son las voces que le hablan como si le dieran la prueba de su propia existencia. De cualquier modo, es evidente que cada quien ve o toca otra cosa, a sí mismo, a otro, a ti.
Quizá de allí la impresión de lo doble: en el Cuzco un paso son dos pasos, una calle dos calles, y hay otra plaza que se abre al centro de la plaza.
Los mendigos, los niños rotosos, nos recuerdan que también el Cuzco se ha arruinado en su centro sin lugar, en su pérdida nacional y urbanística.
En Los ríos profundos el Cuzco es el centro perdido porque está ocupado ahora por el falso patriarca, el avaro, por la economía contraria a la caridad. En la plaza donde descuartizaron a Túpac Amaru, los desheredados esperan por una dádiva mayor, por su cuerpo restituido.
Volví al hotel, debilitado por el esfuerzo de la caminata, cené una sopa caliente de cordero, y me fui temprano a la cama.  Me desperté cuando volvió Alfonso, hacia la medianoche. Sufría, ahora él, los estragos de la altura. 
– Estás sangrando por la nariz -le advertí.
– No me ha parado toda la noche, que desastre – dijo él, yendo al baño.
Alfonso salió del baño, se metió en su cama, y me contó de la jaqueca, los escalofríos, el malestar, en casa de sus parientes.
– Fue un desastre -repitió.
– Te pasa por mal cuzqueño -, dije, y reímos.
Pero tiempo después después, recordando ese viaje, Alfonso me alarmó:
– ¿Te acuerdas lo mal que te pusiste esa noche y cómo te sangraba la nariz? – preguntó él.
– Pero si fuiste tú quien sangraba –protesté yo.
– ¿Tan mal estabas? – se asombró.
Nos miramos, incrédulos.
Pero no era una broma. Yo estaba seguro que él había sufrido la peor parte del mal de altura, y recordaba muy bien su llegada, tarde, y sus quejas. Pero él estaba convencido de que la víctima del Cuzco había sido yo.
Es el Cuzco, concluí. Solo ahora, después, nos enteramos del equívoco. Aunque, en verdad, no hay equívoco: uno de los dos, alterado por el mal de altura, se ha visto como si fuera el otro. El Cuzco guarda ese espejo, que nos devuelve la mirada, como si fuese ajena. 
Alfonso me contó que esa misma noche fue despertado por una ceremonia sobrecogedora: dos filas de indígenas ingresaron de pronto a la habitación y, en seguida, una muchacha que llevaba una pócima se adelantó; los campesinos se sentaron en un círculo, y ella le aproximó la vasija. Mientras bebía, asegura mi amigo, sabía que esa era el agua del olvido. Se excusó del cuento, que sin duda, dijo, era una pesadilla.
Yo recordaba que hay un agua doméstica y otra ritual, una para lavar y otra para curar, una para los animales y otra para los muertos; estas aguas hacen el río de la memoria pero, en el Cuzco, uno bebe un agua lustral, fría como la del primer día. No sabía nada, en cambio, de un agua para olvidar, y la visión o pesadilla que Alfonso decía recordar lúcidamente, me resultaba otra historia de desdoblamientos propia de la nostalgia del Cuzco.
Yo debo haber bebido, en cambio, el agua cuzqueña de la memoria, no sólo porque lo recordaba, creo, todo, sino porque evidentemente tenía un doble recuerdo de ese peregrinaje entre imágenes interpuestas; como si en el Cuzco hubiese además de cuatro rutas originales un camino que se abre a la mente cuando el lugar nos desata por dentro.
Ese camino nos devuelve a la plaza, entre los niños de piel quemada por el frío. 
Sobre la piedra perpetua cualquier huella es pasajera. Somos otros a lo largo de su roca labrada.
El olvido nos da nacimiento, la memoria nos devuelve a la promesa.
Así, estamos hechos para recomenzar, habiendo reconocido, en el espejo cuzqueño, la gota de sangre del otro, la palabra mutua.


Chan Chán

¿Qué puedo encontrar en el antiguo Perú que me permita afirmar esta esperanza inoportuna?
¿Qué hacer con estos fragmentos de la felicidad de los artesanos ante el fuego?
No hay un mapa de la mitología precolombina que proponga una cosmovisión orgánica, donde la planta, el animal, y el dibujo que los traza y reúne, sean un solo universo.
Quizá ese mapa es iluso, y de las culturas desaparecidas sólo podamos constatar los fragmentos, las sílabas rotas, los muros.
En verdad, un muro podría ser suficiente. No era necesario reincidir en Machu Picchu donde en lugar de la maravillosa arquitectura –con la cual no hay mucho que hacer –yo había preferido ver una trabajosa negación del tiempo. Esa ambición de eternidad me resultó insoportable: al apartarse del tiempo, Machu Picchu parecía carecer de propósito, y su asombrosa construcción resultaba ser una tumba, un derroche del vacío. Probablemente ocurría que en lugar de la piedra americana (Neruda) o la piedra metafísica (Martín Adán) a mí me importaba más la primera a la vera del camino, aquella que se abre y se reparte, fundamento y simiente; entrevista por Vallejo, parado en una.
Definitivamente, el pasado nos descifra. Pero sólo lo que está por hacerse del pasado afinca como una fuerza de la imaginación. 
Rescribir la historia es tan vano como repetirla: la revelación de las ruinas no tiene que convertirse en un museo.
Pero desde las mismas ruinas nuestro tiempo puede levantar algo nuevo, una hipótesis, otra alta ventana –gestar las imágenes que nos lleven más allá, afuera del origen.
Imaginar una hechura distinta, ni siquiera otra utopía, sólo una espera en la esperanza, inoportuna. 
Por eso me fascinó Chan Chán, la gran capital costeña del reino Chimú.
Sus grandes muros de adobe habían sido trabajados por el viento y la arena, y parecían declarar los poderes del tiempo. Estaban hechos de su misma materia, arenosa y sepia.
Entre Chan Chán y Machu Picchu, el breve muro de Sechín (una sílaba del lenguaje perdido de Chavín) bien podría ser una de las puertas de la ciudad que nos debíamos.


Cuevas

En cualquier caso, cuando mi amigo Frank me anunció que iría al Perú para visitar los restos de Sechín, le hice prometer que en cuanto pudiese me enviaría sus impresiones del lugar. Me envió el poema que escribió –otro intento de leer los signos del muro –y  unas fotos de las ruinas.
Me intrigó el proyecto arqueológico-poético de este amigo norteamericano, quien exploraba la posibilidad de una coincidencia entre el arte de la palabra, su concentración máxima, y la tecnología de la exhumación, la que trabajaba sobre horizontes expansivos y con fragmentos de apariencia trivial.
Siempre me había fascinado esa prolijidad de la arqueología, que era capaz de reconstruir un instante doméstico desde la perspectiva de miles de años, como si las edades de la cultura tuvieran un tiempo propio, distinto al de la historia.
Frank, aparentemente, buscaba articular el instante de una palabra en esa dimensión cósmica donde un fragmento de cacharro tiene la función de una estrella en una constelación. O, al menos, así me pareció, o de ese modo creí yo que la pobreza sin destino de ese residuo brillaba acrecentada por la dignidad del lenguaje.
Por lo demás, no era difícil reconocer que los idiomas modernos habían sido arruinados por la trivialidad homogenizadora, a tal punto que en amplias zonas del habla los nombres eran como los restos de las cosas.
La poesía podría ser esa arqueología de la palabra, que excava en las ruinas en pos de nombres quizá más hermosos y secretos. 

Las fotos de Sechín me conmovieron.
Un equipo de arqueólogos trabajaba en su reparación y conservación, y el conjunto de muros y dibujos había adquirido el esbozo, fragmentario pero ineludible, de una ciudadela desenterrada, arrancada a la maleza, de piedra breve y ardorosa, bermeja y aspada, como una estrella apagándose.
Si Machu Picchu revelaba la intimidad de la piedra, si Chan Chán exhibía el adobe temporal de la costa; el pedrusco claro y el barro rojizo de Sechín parecían la huella de una lava solar.
¿Hablaría ese muro con sus fauces, su lengua aspada, su áspera saliva?
 No era necesario que yo hiciese el recuento de los poetas y narradores que en los monumentos arqueológicos de México o del Perú han creído ver la otra cara del mundo. Estos monumentos tienen, lo sabemos, varios horizontes de silencio, y vienen de una historia sin tiempo, como si trajeran consigo hasta nuestro lenguaje el universo en gestación, haciéndose todavía.
Por eso, un mapa de los sitios arqueológicos tendría que corresponder a otro, de los lugares de la gestación: fuentes, arroyos, cuevas, intimidad (¿natural?) de la tierra entreabierta, por donde asoma un universo anterior al lenguaje. Esa decisión sobre el origen de las cosas debe haber impuesto la necesidad de las palabras, donde las cosas se dejaban representar con sonidos que descubrían, en la caverna de la boca, el reparto de las aguas. El quechua que oí de chico tenía esa emoción, ese fraseo ramificado.
Llamamos "restos" o "ruinas" a los monumentos de Chavín sólo por una imposición histórica; y no hemos considerado la posibilidad de que del otro lado del muro esté la prehistoria, intacta, como el espacio que salvamos entre las puertas. ¿Qué hacer con ese espacio previo, esa intemperie? Allí donde no se levanta el artificio no hay nada humano; por eso todo signo está, siempre, abierto a golpes en la roca viva, y nos devuelve a las cuevas. En primer lugar, a la boca, al recomienzo del habla.
En la ruta de otro viaje, atravesando el campo rocoso de Kentucky, me encontré con el sistema de cuevas de las Apalaches azules. Abiertas por las aguas de un río temprano, esas cuevas son majestuosas.  Sus hondas paredes, caídas de agua, recintos oscuros y temperaturas decrecientes, hicieron de estas cuevas un lugar sagrado para los indígenas de la región; ellos, que poseían ya una colina del cielo, las Apalaches, descendían aquí para celebrar el comienzo de todo. 
Al comienzo de todo está, otra vez, el Perú.
Hecho de un vasto entramado de canales de irrigación, está también abierto por dentro por cuevas, minas, y ríos subterráneos. El agua nos viene del país antiguo; el oro, la plata, el cobre, del país colonial. Todos los metales, dentro de la tierra, se buscan y se mezclan, porque quieren ser oro; de esa creencia española quedó la idea de que el oro no está quieto y se desplaza. 
Pero esta vez las cuevas del estado sureño de Kentucky daban al Perú en la mecánica de una novela inverosímil de Emilio Salgari, El tesoro de los Incas. Yo había leído de muchacho algunas de sus novelas de aventuras, fáciles y truculentas; pero en ésta su imaginación extravagante le había llevado desde las cuevas Apalaches hasta el lago Titicaca en un viaje subterráneo. La delirante, aunque modesta, fabulación parecía revelar la leyenda del oro fugitivo bajo tierra. Las cuevas son otro mapa del país, la promesa del oro y los metales, y pronto dejan la novela folletinesca y se convierten en las galerías feroces de la minería; todos los días, dicen las estadísticas, muere un minero en el Perú.  
Para los indígenas las cuevas son sagradas, como lo son también el puquio o el arroyo que sale del interior de un cerro. La vida se origina en el subsuelo. Uno de los mitos del origen del Incario dice que los cuatro hermanos Ayar salieron por las puertas subterráneas y poblaron los cuatro confines de este mundo. Abierta en la tierra por el mito, estas puertas no son prehistóricas sino sagradas, como el hombre mismo, abierto por un espejo.
Pero esta idea del origen no obligaba a perpetuar el poder divino sino a multiplicar los poderes humanos. Los fundadores fueron héroes culturales que enseñaron a los hombres el uso del fuego, la agricultura, el artificio.
En último término, el mito del origen demuestra que el hombre es una criatura imaginaria. El arte fue su lenguaje diario para controlar la tierra y para labrarse una imagen.
En estado de artificio, el artífice era el sujeto del habla: tomaría su rostro del espejismo.


Regresos

Cuando uno vuelve a Lima (al Perú antes que a otra parte, dijo el Inca Garcilaso, quien no volvió nunca, si bien en sus Comentarios reales se hizo, primero que nadie, de un país universal), y reencuentra a los viejos amigos, uno reconoce que ellos suman distintos tiempos; y que entre las redes y nudos de la amistad hay una suerte de movimiento giratorio del tiempo, que traza parábolas interpuestas. Uno, finalmente, asiste a estos desplazamientos, como el testigo casual de su rotación emotiva.
Varios amigos persisten en sus temas y dilemas; otros se han movido hacia distintas órbitas; y hay quienes se adelantan arriesgándose a perder el paso. Nuevas asociaciones, nuevas empresas, se deben a las nuevas interpretaciones. Y esta actividad de información y de intercambio se nos impone como un trance más intenso y comunitario; su textura es lúcida y ardorosa, y en ella se traman las afirmaciones del porvenir.
El tiempo peruano es este espectáculo apasionado de una prolija, obsesiva deliberación.
Aun en estos años de la carencia, esa actividad asociativa, aunque más difícil, no ha cesado. Nuevos agentes del laborioso tiempo peruano han intensificado su actividad; sobre todo, las mujeres, cuyos trabajos han duplicado, se diría, el tiempo disponible. Nada es más noble que una mujer peruana dedicada a componer el mundo con sus manos, y lográndolo; les debemos esa dignidad.
Al volver, uno sabe que el mismo lenguaje es la materia necesaria para reparar, suturar, y rehacer la circulación de esta temporalidad afectiva y demandante. 
Esta suma de las evidencias supone también el proyecto colectivo, tácito y específico, de un tiempo hecho palabra. 
En el circuito de la comunicación, la temporalidad es lo decible: la materia maleable, el mundo recobrado por su génesis fecunda.
Esta vehemencia es abrumadora: todo está por hacerse, y todo parece posible.
Y en ese espacio que se abre está el país venidero, abundante en la misma fuerza de su gestación desplegada, manuable. 
Pero cuando uno regresa visita también a sus muertos. La vida los mató, no la muerte, y por eso aunque no están vivos no están muertos tampoco.
Su ausencia, en las mismas calles que compartimos, es una forma de la carencia: los hemos perdido entre los días; pero no en los horizontes de la nada o el sin sentido sino entre dos esquinas, dos libros, dos cafés, que han abandonado delicadamente. Y esa pérdida, ese cambio de órbita, es otro menoscabo. Los que han muerto nos privan no sólo de la vida que nos dieron sino, sobre todo, de la que nos debían, y ese incumplimiento impide que en verdad mueran. 
¡Cómo va a morir Vallejo a los 46 años! ¡Heraud a los 2l! ¡Luis Hernández a los 35!  No es cierto que los mejores mueren primero, ese consuelo en el sacrificio me es ajeno y lo rechazo; porque no es consuelo lo que necesito. Necesito hacer algo con los nuevos, crecientes, magníficos muertos que la patria nos prodiga. Es indudable que el Perú produce los mejores muertos: reclaman su lugar no entre los que se fueron sino entre los que vendrán. Aquí hasta la muerte trabaja para todos.
Esa vida que nos deben es irreparable, pero su pérdida es, de otro modo, una promesa: se proyectan en su demanda. 
Virtualmente están vivos; exceden su tiempo interrumpido, aun si hicieron mucho con tan poco.
El que vuelve los visita de a uno, delicadamente, unido por lazos de parentesco en la promesa.
Una ofrenda que por excesiva ya no es un extravío sino el proyecto de un sueño donde despertar y donde (lo supo Vallejo) nos será dado aquello y estotro. 
Por eso, sólo la violencia es indecible. No únicamente porque ya no es pensable sino porque quiebra la textura maleable del tiempo.  Con ella no hay nada que hacer, por más que uno creyese (como lo creyó un tristísimo pensador sin imaginar su suerte, su suicidio en una frontera) que hasta la violencia debía ser creativa. Los que han buscado explicarla, en verdad, han dicho más de su propio lugar en los discursos. Pero allí donde se ha negado la existencia del otro, a nombre de lo que sea, el mal corta de raíz toda gestación, y hace de la tumba la medida. 
En la mecánica de la matanza, el cuerpo muerto se torna animal, pierde su humanidad en el despojo, usurpado de su vida y de su muerte. También la muerte tiene sus propios derechos humanos.
Diga lo que diga, hablo de la violencia. Cruzo los brazos y me doblo, buscando hacer con ella algo mejor que lo que digo.
Esta actualidad ( fin de siglo, nuevo siglo) es la de la matanza: el Perú muestra los índices de pobreza más agudos y, simétricamente, las mayores violaciones de los derechos humanos.
El Estado se convierte así en la causa primera de mortandad. ¿Cómo recomenzar, ir más allá?
Al volver somos parte de las preguntas, de esa emoción.


Arguedas

 José María Arguedas acababa de matarse, y yo había comprado la pistola para él.
Sentí, en el sueño, el pánico de una revelación: el horror de la noticia, su mecánica irreversible; y, al mismo tiempo, la agonía de la culpa. Yo, sin proponérmelo, le había ayudado a matarse. ¿Cómo explicar mi papel en esta muerte que era un derroche?
Al despertar, el enigma del sueño se me impuso. ¿Por qué había yo comprado esa pistola para él? Sin duda, él me había pedido hacerlo pero yo tendría que haberme negado. Después de su primer intento fallido, Arguedas había reiterado su decisión de matarse. Mi ingenuidad era una máscara de mi culpa: yo era su cómplice en el prolijo escenario que él construyó antes de disparar.
Pero no me inquietaba sólo mi parte de culpa, de nuestra culpa genérica; ya que si todos somos responsables de su muerte todos somos, entonces, inocentes, y su disparo es un acto privado irremediable, una pura pérdida de su vida y de su muerte. Como a todo el que lo conoció, también a mí la noticia de su suicidio me abatió con un desaliento que no se ha disipado, que está allí, como un pariente pálido que toma el sol sentado en una silla del patio familiar. Su muerte nos empobrecía, nos desautorizaba, nos ponía en duda. ¿Qué se podría hacer con esta muerte tan grande que vaciaba la casa y enlutaba el día?
Y ello era así porque, como pocos, él afirmaban la comunidad futura, hecha de las mezclas de lenguas y culturas, “hervores”, decía, capaces de alimentarnos con su fuerza.  Su trabajo proponía que era posible vivir no sólo resistiendo sino rehaciendo las modernizaciones compulsivas, y que uno podría ser feliz en ese proyecto de tener en una todas las patrias. 
Nadie había trabajado como él el principio de una esperanza, y ahora, quien argumentaba del lado de la fe, se retiraba. Su malestar propio era antiguo, y aunque la escritura parecía suturar las heridas, todo él era una herida peruana, abierta en la infancia por la misma naturaleza discordante del país que le tocó desvivir. 
Algunos quisieron convertirlo en una figura política, pero aunque su escritura es uno de los más serios documentos políticos nuestros (la denuncia más sensible de la injusticia) no fue un hombre político, y mucho menos un militante. Pero no menos brutal es hacer de él un ejemplo del escritor que se frustra, al punto de matarse, porque trató de escribir políticamente. Ambas versiones son indignas de su muerte, tramada sobre la promesa de su trabajo: esa paradoja lo hace un artista de hoy, capaz de rehusarse a la historia desde la demanda más radical, la de una utopía trágica.
  Su vida está hecha por la suficiencia de su sensibilidad, por esa abundancia de significado. Su muerte, por el doble fondo de la carencia, esa insuficiencia que nos delata. Y, sin embargo, hasta su muerte es creadora, demanda otra vida.
Quizá por ello mi sueño me da una voz de alarma: esta muerte es una herida que no puede cerrarse; en esta muerte nos interrogamos sin lugar en su escándalo. 


Chimbote

De muchacho, a fines de los años 50, cuando terminaba la secundaria y empezaba a escribir en un diario de Chimbote, asistí a mi propio nacimiento adulto: vi a la policía cargar contra una multitud y matar a cuatro hombres.
Esta mayoría de edad adquirida en la calle, lo descubrí después, me confirmaba, sin saber bien cómo, en mi decisión de escribir.
Era un mes de junio, cálido y polvoroso, y esos días de la huelga y esas calles de la matanza y el entierro consiguiente, se me aparecen todavía como un tiempo presente irresuelto, henchido y populoso, abierto al porvenir.
Yo deambulaba entre los grupos de huelguistas la mañana del crimen, en las esquinas humeantes, fascinado por la revuelta, sin saber qué hacer, con miedo y solo. Los huelguistas habían llevado piedras y rocas para bloquear las calles al tráfico; la policía guardaba las esquinas y protegía a los camiones de paso. Pronto los enfrentamientos cundieron y empezaron las bombas lacrimógenas, las piedras, correrías y arrestos. En el puente Gálvez, donde los huelguistas interrumpieron el tráfico, la policía disparó a la multitud.
¿Cómo decirlo? Yo escribí la crónica para mi periódico, un recuento para una revista, una elegía, un relato sobre los hechos, pero cada versión me es todavía incompleta: no hay modo, creí saber, de representar la violencia porque desgarra también al lenguaje. Era difícil dar la medida de la cólera, su poder, su nobleza; y más aún describir la majestad arcaica de la multitud que lleva sus muertos al cementerio. Esos días se abren como dos puertas al vacío: en el primero los cuerpos ligeros desbordan el espacio, feroces, indignados, poseídos por el vértigo de su protesta; en el segundo, la multitud se aprieta, oscura, absorta, y su presencia material es una denuncia perpetua. Para mí era como si el tiempo se hubiese detenido y el mundo tuviese que ser otro. Me faltaban las palabras, y corría de un sitio para otro, con un nudo en la garganta y una cólera nueva. 
Estos mis primeros muertos públicos eran también los primeros habitantes de otro país, sin violencia y justo.
Yo me iniciaba en las fundaciones peruanas: la justicia del luto.
La historia de estas violencias bastaría para documentar nuestras pérdidas; pero en verdad, la historia de una muerte sería suficiente.
Una nota necrológica es ya una enciclopedia del país perdido, esa memoria borrada, página por página, del idioma común.  Por eso, a la orilla de la violencia, al ver caer a los que caen con sus ojos simples, echándose a morir puntualmente, uno no está en paz con el lenguaje. 


Austin

Ahora sé que aquel que emigra conoce mejor el lugar que deja. 
Uno se marcha alarmado (de volver, vuelve) para reconocer la trama de que está hecho. Para rehacerse en esa imaginación de su tiempo. 
Casual, errático y periódico, el que emigra no termina de irse pero tampoco acaba de regresar: se vuelve ciudadano de una intersección, y lleva los materiales del camino, la piedra y el agua de la casa imaginada sílaba a sílaba.
Por eso, cuando me preguntaron en una encuesta "¿Por qué no vive Ud. en el Perú?", respondí que no estaba muy seguro de vivir fuera –creo vivir entre, en uno de sus márgenes. 
Allí donde esté, está la piedra de Sechín, el agua del desierto, la palabra de la espera. Trabajos que uno se da como si fuese responsable de su nacimiento en un lugar y no en otro –aunque,  claro, se trata sólo de uno de los nombres de este mundo.
Después, uno cree ser de varias partes, interpuestas, planos y terrazas que van a dar al camino, que es el vivir. Si la parte peruana del mapa es una deuda, se nos debe al menos una explicación.
Qué poco sabía uno de sí mismo, antes de ser visto por los ojos del extranjero y ser, en ellos, el extraño, extrañado por la des-identidad que lo representa en la otra margen. En ese espejismo, el inmigrante asiste al nacimiento de su propia imagen, descontada del relato de su pertenencia. En ese desconocimiento, el extranjero perfecciona su origen.
En los Estados Unidos, las poblaciones hispánicas se saben parte de un movimiento tribal que acampa en las afueras. Cada nación está hecha de varios linajes, dioses y sabores. El trabajo de distinguir lo propio se da como un juego de atribuciones familiares, como el reconocimiento entre parientes perdidos en la metrópoli ocupada. Las clases sociales se distinguen de inmediato por sus fronteras puntuales, que retrazan. En Nueva York hay dos celebraciones limeñas del Señor de los Milagros; popular una, de clase media la otra. Hecha de expectativas mal saldadas, la clase media se hace pronto patriarcal y local: terminan fotografiándose junto a cualquier Reagan de cartón.
En cambio, están también aquí los asalariados, que seguramente deben conformar la avanzada de una modernidad distinta, porque poseen una mística cierta del trabajo, se afirman en su familia y en su comunidad, y son los mejores en lo suyo. Ellos acampan en los extramuros. Sus luces de bárbaros amables se encienden con sus músicas lugareñas. En su margen colorido son ellos mismos, y eso les basta. 
Esa paciente dignidad nos devuelve a casa.
Son mexicanos, salvadoreños, guatemaltecos, pero poseen por igual la mirada alerta de los nuestros, como si los fueran a llamar de pronto por su nombre. Saben que son ellos mismos, y esa diferencia preservada les hace humanizar estos espacios todavía no incorporados por una caminata, aún desprovistos de una piedra de camino. 
Estas poblaciones son la avanzada de la próxima política de la diferencia.
Aun si los gobiernos del Norte continúan el ciego utilitarismo que les lleva a la discriminación y a la desmoralización consiguiente, nos toca afirmar los espacios de entendimiento, las zonas de tolerancia, los nudos solidarios; una trama hispánica del diálogo en contra del desequilibrio de los costos y la justicia que, en nosotros, ellos se deben.
La estrategia es de resistencia a la homogenización, para afirmar lo propio, su turno en el habla.
Mi hija Isolda me devuelve a la espera, esperanzado: en la época más retrógrada y autoritaria, ella y no pocos muchachos universitarios, en Austin, en San Francisco, en Nueva York, dijeron su protesta en contra de la agresión a Nicaragua, a favor de los refugiados de El Salvador, oponiéndose a la invasión a Granada. Les había tocado, en las calles, una matanza más grande. Con su voz y su letra, protestaron en sus pequeños periódicos y cantaron en sus marchas, y a pesar de la represión y la disuasión no se dejaron acallar. Una noche que cenábamos en Austin, la camarera le trajo a ella una copa de vino, y dijo "esta copa es de mi parte, por lo que has hecho." 


Tinta

Escribir es afirmar, des-afirmar, firmar en blanco.  Escribir es discernir, cernir.  Es preguntar, celebrar; dar a las palabras la suerte resolutiva, tentativa. Escribir es suscitar la espera, principio de reafirmaciones en lo vivo por hacerse.
Escribir a trechos, entre decires y haceres, en el espacio discontinuo de una disidencia sin plazos.
Que los otros discursos propongan el término medio, el camino del centro –no  éste, éste es aquél, sin treguas, extremado; sin territorio, fronterizo; sin un público que complacer y con un diálogo por hacerse. 
No se escribe sólo por vocación (esa estética del yo ganancioso) sino por fatalidad, no por oficio sino por afición, no para ganarse la vida sino para rehacerla, no para contar una historia sino para ser contado por ella (cuento en que somos el canto entonado sílaba tras sílaba), no por sustitución de esta vida destituida sino por restitución de esta vida avenida.
Escribir es trabajar con una materia que no se fija, ni siquiera en la página, y circula entre los signos con una luz tierna propia, reverberando en la traza de tinta.
No vemos nuestra cara en esa fugacidad, vemos la transición: el trayecto que nos transporta, transfigurados en las palabras que alguien respira y enciende. 
Escribir es seguir esa otra circulación de la sangre, por donde vamos hacia donde es verdad que todo recomienza. 
Escribir es dar a los hijos la tinta y la palabra.


Historia

Yo te busqué en la paz alerta. 
Tú me esperaste entre los que esperan, elegidos.
Acompáñame a recordar estas calles y parajes.
Entre las puertas te vi, de pie en el umbral, ausente.
Léeme otro poco de esta historia.
Sígueme entre los que dan la vuelta y en la danza son dos, son uno.
Era un domingo de picadillo caribeño y vino del país.
Una canción de los llanos nos dijo que la luna brilla en el firmamento.
Todo lo creímos, favorecidos.
¿Qué hace el "astro rey" en las aguas de este canto?
Y tú, ¿qué haces en este cuento del exilio recontado?
Léeme otra vez este capítulo salvado del lenguaje que se hunde en lo oscuro.
Sílaba del día.


Retablo

Qué poco es lo que sabemos, y lo mucho que perdimos.
Reuniré los fragmentos dispersos, las sílabas rotas, las huellas humanas, y les daré un lugar propio, tranquilo. Las pocas fuerzas mías, y las escasas palabras. 
Súmame entre los que creen, dame un lugar entre la cólera y la risa. Cuéntame entre los que esperan sin reposo.
Tómame como otra palabra indignada.
Piedad para los que desesperan: ignoran su propia ignorancia.  Demostrarán el promedio de vida, reducido por nuestras deudas. No leerán el libro que fue escrito para ellos. Las puertas de la ley no se han abierto a su reclamo. Despojados de los frutos de la imaginación, no habrán interpuesto su propio juego.
En el fuego de las artesanías andinas flamea el bien imaginario, distribuido en su carta de derechos.
Porque los artesanos poseen el mismo entusiasmo en la mezcla de la papa y la cal, en el soplo del viento del altiplano, en las materias dóciles y duras donde trazan otro cielo.
El sol llamea amarrado a la plaza.
Porque toda privación y carencia se desdobla en la abundancia y promesa hecha en su retablo.
Hechura del arabesco burilado, del árbol de la vida proliferante, en la población andina, roja y azulina, celebrando la cosecha en flor.
Hechos para multiplicar las formas, el escenario arborescente del ave del paraíso. Esta agua seca sólo torna más agudo el rasgueo solitario de las cuerdas, el lamento
del pájaro milenario en el tejado verdinegro. 
En el retablo de la migración el cóndor tutelar ha sido reemplazado por el helicóptero militar.
Pero en el imaginario de los derechos, el retablo es más humano. 


1961

Vívidamente recuerdo la mañana de l96l en que Javier Heraud trajo al patio de Letras de la Católica ejemplares de El viaje recién impreso.
Llevaba los libros en la maletera de su automóvil y los iba obsequiando, feliz de dedicarlos, entre la plaza Francia y el café de Ramón, rodeado de los amigos que llegaban despacio a las clases.
En mi ejemplar escribió que esperaba que yo encontrase la verdad (se refería a las evidencias de la política) y que confiaba en mí. 
Más tarde descubrí que Javier nos había escrito más o menos la misma dedicatoria a todos sus amigos: apostaba por el futuro, decía, porque creía en nosotros.
Cuando lo mataron, en la primera guerrilla, en un remoto río de la selva, entendí que esa confianza lo perpetuaba en nosotros como una dolorosa esperanza. Nítidamente recuerdo estar leyendo la breve noticia en la primera página de un diario, de pie, en la calle, pero cuando levanté la mirada había perdido el hilo del habla.
La poesía era entonces nuestro lenguaje diario. Todos fuimos poetas jóvenes: los pequeños protagonistas de las grandes palabras.  Ese optimismo, ese candor de lectores absurdos, nos hizo creer en las cosas sin precio, audazmente. La literatura nos daba una independencia gratuita, un fácil desapego y, con la época, nos dimos voz propia, como si la literatura empezara con nosotros. 
Los poderes de la palabra, que César Moro había convocado para sobrevivir con humor en “Lima, la horrible”, tuvieron un protagonista inopinado en Marco Martos, que era el típico poeta joven: flaco, provinciano y pensionista. Ocurrió que por escribir poemas amorosos por encargo (para un lingüista sin lengua propia) fue acusado por la madre de la musa de obsceno y erotómano. Marco terminó en la comisaría, citado e interrogado. Pero el policía, que compartía la superstición popular por la poesía, le propuso un trato: si era, en efecto, poeta sería capaz de escribir, allí mismo. un poema de homenaje al día de la Policía de Investigaciones del Perú. De un tirón, el poeta rimó el poema, y salió libre. Que yo sepa, pocas veces nuestros poemas fueron tan buenos. 

Las muchachas de mi tiempo leían poesía y bailaban bien.  Ensayaban con nosotros un desenfado cándido, aprendido en el cine-club del colegio Champagnat. Sólo en la siguiente década, con el feminismo propicio, empezaría una intensa liberación mutua. Yo he dicho, en serio, que al feminismo le debo mi libertad.
Ellas nos cambiaron a todos, a costa de ambos. Pero cuando a una amiga su psiquiatra le pidió prestado el sofá para sobrellevar su propia crisis, comprendí que la etapa heroica había terminado.


Tribu

Avanzamos hacia el pasado, creen los aymaras, porque hacia adelante nos espera lo que ya conocemos. El futuro lo hemos vivido, y es el enigma de nuestra experiencia. Así, leer es esperar; y esperando nos reencontramos a recomenzar.
Por eso, cuando uno vuelve al Inca Garcilaso de la Vega los tiempos son un espejismo del presente que aún nos debemos: leemos hacia atrás, hacia los comienzos, la prosa nostálgica y sutil que en el siglo XVII presumía ser ya el pasado del futuro de la lectura. 
El universo armónico de los Incas había desaparecido, nos dice Garcilaso, como si entonara una elegía para los remotos parientes. Pero reconstruir las ruinas de esa torre antigua, levantar las piedras dispersas, equivalía a sumar las palabras de las varias edades.
 El “el bien perdido” adquiría en el discurso la forma de una hipótesis. Por primera vez, en un gesto característico de esta escritura futura, la arcadia sostenía los muros de la utopía. El pasado ideal derribado se transformaba en el modelo del futuro increado pero ya vivido. El mundo daba la vuelta en una página.
El presente, por lo mismo, era este largo umbral.
El presente era intersticial –entre los monumentos desbaratados por la historia y la abundancia que rescribe a la naturaleza. Si Indias esperaba por España para que la cristiandad, por fin, se realice; el Inca creyó que la naturaleza, como la historia, estaba incompleta. El presente es ese margen sin mapa posible: una marca del comienzo que lleva hacia allá, hacia la palabra coetánea, donde los compatriotas son hijos del árbol de los injertos. Esa era la nueva tribu de la escritura.
Otra historia es leer al Inca en el exilio, donde escribió.
Porque su escritura plantea el sentido de la pertenencia (que nada tiene que ver con nacionalismos) desde y en el exterior. Esa marca del ex (extranjero, extrapolado) delata la excentricidad, fuera de los centros.
Es la huella del cambio, del sujeto exorbitante, que descubre la arboladura de la letra. 
Leer esa letra en su ex-territorialidad es escuchar el silencio que la rodea.
Es una voz de registro interno, interior a la lengua donde anida. Recuenta lo vivido como el misterio de ser en un estar desabitado.
El libro se abre, así, como el teatro de la memoria melancólica sobre la capacidad de pérdida que nos distingue.
Pero sobre ese mismo derroche se levantan las pruebas de la certidumbre, la inteligencia, la nostalgia, el ardor de la crítica. La demanda, en fin, por el espíritu de la letra, para que el mundo sea una elaboración (aproximada, al menos) del sentido.
Garcilaso nos habla de nosotros mismos en el universo equivalente: universaliza las frutas peruanas, y peruaniza el siglo retórico que le tocó en sombra.
Leyéndolo nos sabemos no hijos de España e Indias, esa suma desigual, sino padres del discurso de los hijos, esa multiplicación. Es la palabra lo que nos permite situar uno y otro extremo en la exterioridad que nos expresa.
Un libro americano (páginas de Martí, cantos de Darío, soliloquios de Vallejo, estratagemas de Borges, vehemencias de Arguedas) es un heteróclito legado en la biblioteca americana, cuya clasificación es excéntrica.
No pertenecen al Archivo ni al Museo: presuponen otra arquitectura, construyen el nuevo recinto. 
En la Biblioteca Británica encontré un manuscrito colonial clasificado como "Vocabulario de una lengua perdida."  Esa compilación lexicográfica sin sujeto parlante es un discurso del origen. Un escándalo de la letra americana en el Archivo. 
Y, sin embargo, esta larga frecuentación con lo extraviado y excéntrico nos hace saber que estos silencios tienen la lengua elocuente. 
Somos, así, las sílabas salvadas de la ceniza.


Suma

Suma de esperanzados.
  • Con Julia y Javier Ruiz, en Madrid, fuimos a visitar, cerca de Toledo,
    el acueducto del gran arquitecto Herrera. Íbamos en el coche de César
    Antonio Molina que esa mañana, sin alarma, sangraba a ratos por la
    nariz; regresaba él  de un viaje a Machu Picchu, y pagaba tributo
    a los dioses de la altura.  Recorrimos las explanadas, intactas, su
    largo plano inclinado, y los altos canales simétricos, reconociendo
    cada milenaria función de las aguas. Era, como especulaba Javier,
    un intrigante teatro de la memoria, oculto entre las colinas y la yerba,
    entre el barroco alegórico y la narración extraviada. El agua
    omnipresente equivalía
    a la memoria entera, esa promesa de la piedra.
  • Alberto Blanco, en México, nos advirtió que el Templo Mayor, la extraordinaria excavación en marcha, era algo más que un conjunto arqueológico: su carácter incógnito resultaba perturbador.  Entendí de inmediato: igual que las huacas andinas, abría el cielo en las entrañas de la tierra. Al aproximarnos, luego de una larga caminata que pareció un rodeo, vimos en el costado del Zócalo ese túmulo abierto, como una herida reciente. Los muchachos taciturnos sentados en las piedras parecían pájaros huérfanos, venidos a guardar las piedras. Los canales interiores, se abrían como venas de ese subsuelo. Sólo se podría hablar de ese templo del otro mundo con sílabas
    quebradas.
  • La noticia del No chileno, del plebiscito contra Pinochet, nos encontró en Roma, y brindamos con la multitud de jóvenes que levantaban un estrado colorido para la celebración de esa tarde, en el Campo de Fiore, con discursos propicios y músicos de barrio. Después de recorrer iglesias buscando la pintura de Caravaggio, esta alegría
    romana por Chile tiene el sabor terrestre del vino esperanzado.
  • El Angelus Novus que en el cuadro de Klee vuelve la mirada hacia la historia y ve la destrucción, se dirige al futuro en la mirada de Walter Benjamin; y ese tránsito no hace sino aumentar las ruinas que la historia propicia. A este verano pertenece también su nueva aparición: en “Constancia,” de Carlos Fuentes, el Ángel preside el enigma de los exilios, que en las ruinas de ayer y de hoy dan cuenta de la tragedia. De la frontera franquista y el suicidio de Walter Benjamin al Rio Grande, a los refugiados salvadoreños, a los guatemaltecos reinstalados, a los mexicanos que cruzan esta otra frontera, la mirada del Ángel atestigua el horror. Se aleja de las ruinas para sobrevolar la sobrevivencia, esa historia de los derechos arrancados de raíz. Estos indocumentados de hoy tienen la cara simple de la verdad: la inmediata decencia de los que no tienen sino sus vidas en las manos para documentar su razón histórica,
    otra vez negada. 
  • “Angelus Novus” se titula uno de los libros exuberantes que me encarga Enrique Verástegui, desde Lima, como si me pasase otra parte de la esperanza que nos debe nuestro país corrompido por la violencia. Verástegui habla por nosotros sin que la alegría le quiebre la voz. Verbalizar el cuerpo en medio de las negaciones de la crisis, esa utopía de los sentidos, hace de su poesía una primera piedra, solar y lunar, donde el Ángel
    andino se sienta a caminar.
  • Los poemas de Julia Castillo sobre Cartago son un modelo del extravío: interrogan las huellas de la letra en el desierto y la página.  En “Cuatro continentes” vienen los homenajes de Julia a la sombra encendida de Cartago; de Enrique Lihn a la India, el único país más grande que el mundo; de César Antonio Molina a Machu Picchu, rama grande del árbol sin nombre; y mi “Autorretrato toledano,” pensado en la casa en ruinas del poeta Garcilaso. Esos pasos entre montañas merecieron un prologuillo de María Zambrano, la voz de estos lugares. Con ella, en Madrid, hablé de
    Vallejo y de Lezama como si estuvieran vivos, a punto de charla.
  • Con Julio Ramón Ribeyro, en una terraza del pueblo de San Lorenzo del Escorial, luego de las clases de verano sobre el cuento y la ciudad, comparamos la ficción de estar aquí, esa evidencia nostálgica al aire vivo de la montaña. A los 60 años, me dice, uno sólo tiene tiempo para elegir aquello que más le importa. Le gustaría, por ejemplo,  volver al desierto de la costa peruana. Levantar casa allí. En ese espacio previo, anterior a la escritura, afincar, por fin; en esa página
    pura, debida a las fuerzas del viento.
  • Y me digo: de estas lecturas estoy hecho, y de esta letra doy testimonio.
    Esta voz de empatía y este rigor de alabanza se deben a varias voces próximos: lecturas de Diamela Eltit, Juan Goytisolo, Haroldo de Campos, Luis Loayza, Rosario Ferré, Severo Sarduy,  José Balza  y Mirko Lauer, cuyas páginas se interpolan, interpuestas, y leo a contraluz, en esta conversación
    del verano propicio.
En la abundancia de la letra fluye la simpatía de la lectura.


Amherst

Una revista chilena me pregunta, “¿qué es un buen poema?”  Visitando la casa de Emily Dickinson, en Amherst, pienso que un  buen poema es una forma revelada. Su intensidad se precisa como un ámbito de la atención; su sonoridad nos sume en un deslumbramiento nuevo.
La epifanía poética sería, por eso, el aliento que el lenguaje gana en un poema. Nos dice que la poesía es superior a nuestras fuerzas, y que lo humano se descubre en esa vehemencia.
El buen poema hace con el lenguaje lo que podríamos hacer con este instante: nos promete una justicia mayor, nos pone de pie. 
Algunos poemas nos intrigan con su enigmática latencia, a punto de manifestarse pero esquiva, y a ellos volvemos atraídos por esa pregunta. Otros son de una claridad plena, la transparencia del mundo en el habla, y nos dejan descubrir el placer del nombre, el silabeo de la cosa vocalizada. Y los hay de una formalidad que se nos antoja perfecta, como un edificio laborioso y leve, que se sostiene en el asombro de su exactitud.
Leyendo un poema de Neruda, de pronto cedemos al vértigo material del mundo, disueltos en palabras. Leyendo a Vallejo, nos conmueve el enigmático ardor de sus preguntas, donde el lenguaje crepita en la intemperie.
La claridad de Darío, en cambio, descubre el sonido mismo del español: una resonancia vocálica deleitosa. 
Hay poemas que uno repite como un conjuro: nos devuelven una forma de hablar que es una manera de agradecer. El arrebato de César Moro forma parte del habla plena, de las demandas; mientras que la intimidad de zozobra que comunica Juan Sánchez Peláez hace de las palabras ofrenda.
 La casa de Emily Dickinson, profunda y alta sobre la colina boscosa, sobrecoge con su silencio acrecentado. Pasar de una a otra habitación es un rito de purificación anterior al lenguaje. Hasta los árboles esperan por su nombre.
 Me llevé una rama quebrada de pino, como si me llevara una sílaba del claro enigma del mundo que habla en su poesía.
Después de todo, me dije, para un buen lector cualquier rama es una cita feliz del bosque.


Miami

En el avión Lima-Miami me tocó sentarme junto a un peruanito endomingado, de pelo al rape y perfil fijo.
Extrajo del maletín James Bond de broche dorado y sonoro un legajo de documentos con muchos sellos, y se hundió en su silla a examinarlos. Los iba contemplando más que leyendo, con atención dramática, como un obediente hijo del Archivo cuya identidad puesta en duda requiere de ratificaciones juradas.
A uno le tocan en esta ruta doméstica toda clase de compañeros de viaje, como si el avión a Miami (doble de la “guagua aérea” puertorriqueña que Luis Rafael Sánchez convirtió en una expresión del barroco popular) promoviese una tipología didáctica, ya que la vida cotidiana se complace en sus más tiernos estereotipos.
Uno asiste a inconsolables discusiones sobre el fútbol, que derivan a una filosofía aborigen, hecha de racismo paradójicamente admirativo, y optimismo digno de mejor equipo. Lo literal es como un doloroso empate de la selección nacional, me digo.
Y es uno testigo de la madre que complace a su niñín con chocolates extras pero luego de "tesoro" y "corazón," sin transiciones, su voz anuncia "si no te callas te doy.”
La aeromoza ofreció las bebidas pero mi vecino no eligió ninguna. Cuando no aceptó tampoco la cena, sospeché que no sabía que era parte del viaje. Se pasó la noche sin probar bocado, mientras los otros pedían tragos, reclamaban gaseosas, y recibían la comida como un premio de la lotería.
Por fin, me pidió examinar sus papeles, sellos y firmas, que eran su carta de empleo y su visa de trabajo como mecánico del taller de un tío suyo en un pueblo de Maryland. Lo tranquilicé asegurándole que, en efecto, todo estaba en orden. Había pagado un abogado y los trámites le tomaron más de un año. Me mostró su pasaporte, flamante; y su pasaje. No llevaba, me dijo, dinero porque creía que a la salida del aeropuerto de Miami lo esperaba el tío para llevarlo a casa. Pequeño, delgado, cobrizo, tenía un candor doméstico que me era familiar, y una discreción amable, típica del inmigrante reciente. Lo vi como el último hijo de la migración, de la cual yo mismo formaba parte: en su turno, él rehacía mi camino, menos casual que yo mismo. El país le negaba un lugar fuera de la pobreza, pero su familia, su tribu regional, lo recuperaba desde la metrópoli.
Somos, me dije, como los mitimaes, que trabajaban lejos de su pueblo, en distintos nichos ecológicos.
Es cierto que los viajes lo ponen a uno fácilmente alegórico, pero este inmigrante digno de un mural de Orozco le daba a la crisis patria una fatalidad sin alternativas, que la hacía natural, casi inocente.  Su tío no lo esperaría en Miami sino en Wáshington, pues le había enviado el pasaje y sabía su horario de vuelo. Me miró con gratitud, entendiéndolo todo.
Después me tocó entender que mi vecino me había tomado, correctamente, como su vecino: yo era un inmigrante anterior, y había hecho este mismo camino para él, repitiendo los pasos de nuestra tribu intermitente, capaz de acudir y hacerse cargo a la hora de la frontera.
Esas fronteras estaban allí, después de todo, para ser traspasadas, y los peruanos estaban habituados milenariamente a probar su legitimidad, gracias a la ley o a pesar de ella. Los inmigrantes peruanos cargan en el bolsillo además del pasaporte, libreta electoral, libreta militar, libreta tributaria, certificado de buena conducta expedido por la policía, partida de nacimiento, de bautizo y matrimonio. De un incendio salvaríamos, antes que cualquier otra propiedad, los documentos personales. Huérfanos del archivo, llevamos pruebas de civilidad. No en vano los documentos del Inca Garcilaso en España eran una biblioteca.
Al llegar a Miami le di las instrucciones necesarias para pasar de valijas a migración y aduana, y de trasbordo a nueva zona de salida. Después de las colas, nos separamos cada uno a su siguiente vuelo, como cualquier par de exquisitos bárbaros tomando Roma.
Allá iba él, incierto y obediente, dispuesto a abrir una frontera nuestra en la intemperie, el último héroe de la contra-dependencia.
De lejos, lo vi recuperar del carrusel de valijas una enorme valija. Y no pude sino admirarlo cuando un maletero se la cargó sin saber que el pequeño mecánico del nuevo mundo le debería la propina.


Nueva York

Como cualquier latinoamericano en algunos momentos me he creído parte de una migración mayor, que me contiene y reconozco, de pronto, en el camino.
Ignoro de qué tribu se trata pero sé que cruza fronteras y no se debe a una sola nación. Su patria, se diría, es el extranjero.
Y esa sería una condición sin principio ni final, un puro tránsito, la extranjería. Está hecha, por eso, de redes, filiaciones y afectos. Y fluye sin norma ni sanción.
Esa intimidad de lo procesal me ha hecho creer que nuestros trabajos se producen en tensión con el canon y el archivo, en la transición y lo nuevo.
Y que después del purgatorio de la historia y el infierno de la política, el arte de innovar es el lugar de nuestra humanidad.
Somos ciudadanos de la cultura venidera, y respiramos su libertad adelantada.  Criaturas de la fecundidad de lo mezclado, lo americano es el espacio ulterior de lo moderno. Cultivados en el imaginario atlántico, entre crisis y cruces, entre orillas europeas, africanas y americanas, levantamos debate y, a veces, albergue.
Mi lengua es mi territorio.


La Mancha

No quiero acordarme de la Mancha porque es ilegible. Don Quijote no quiere volver a casa porque lo literal es la muerte.
 Por eso, quiero creer que el héroe de la lectura es Sancho Panza, el analfabeto. Don Quijote es un lector crédulo y errático. Pero Sancho aprende a leer en las rutas de su amo y termina siendo el mejor lector.
Lo demuestra cuando en su Ínsula lee cada caso que juzga como si leyese una novela. Está hecho por la letra, en la que se libera de la tiranía de lo literal, de esa sombra de la lectura única, de cuya “Mancha” sólo queda huir.
En ese lector reciente creo que Cervantes revela su visión de América.
Recordemos que solicitó trabajo en Indias, listando algunos puestos vacantes. Le fue denegado el pedido probablemente porque era de familia “conversa;” o quizá porque era pobre y no podía recompensar el favor.
Conoció las Indias en las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega, con quien tiene que haber coincidido en Montilla, donde estuvo recolectando harina y habas para la despensa de la Armada Invencible. América debe haberle parecido un lugar alterno de lo moderno, de la apuesta por la mezcla y lo nuevo.
Lo literal, otra vez, forma parte de la cancelación de lo real, que tiene en lo imaginario su capacidad de transformación. Sancho aprende que la palabra no es literal porque requiere de una y otra interpretación.
Como filósofo autodidacta, en el nuevo lenguaje descubre el mapa imaginario que le da otra vida.


Lector

Leer estos fragmentos es leer el muro de Sechín. 
Consigno aquí mi parte de lo dado en la parte de lo que resta. Aunque cifra más esta lectura de lo que descifra.
Los signos del muro son la historia borrada del tiempo nuestro. Pero de ellos es posible arrancar la rama del presente. Soplar el polvo para que emerja al idioma la figura del habla perdida.
Esa huella digital es una imagen de la sangre.
El presente nos hace esperados en el lenguaje que está a punto de decirnos, conjugados. 
Por eso, ahora sé que el jaguar y la serpiente no se devoran, en verdad, sobre la ruina del muro. Un pájaro no se levanta de sus huesos.
Construyen, más bien, su alianza. 
Y son un solo animal transformándose, rotando, para sostener su instante inscrito. El fuego remoto del rayo en la piedra, copiado en la página.
En tu lectura, lector, leído.


Máscara

Anotación heterogénea que busca apropiarse del espacio fronterizo, márgenes del emigrante, heterogeneidad mestiza, hecha de la nostalgia mesiánica y el canto gregoriano, de la textura rojo-espumante de Paracas y de la pintura cuzqueña, del grafismo plateresco y el ideograma barroco.
Máscara del sujeto: su imagen es un arabesco.
Mezclas, sincronías, fuera ya de la ilusión unitaria, más allá del eclecticismo, después de la nivelación pluralista, en el puro desequilibrio, en el exceso y la hipérbole, con la pasión de una línea nítida que recorre los entrecruzamientos felices.
Se levanta el temprano aroma del café, punzante, y te pregunto ¿de dónde es este café?, como si el café tuviera una patria, su olor un idioma y su sabor la memoria de un pueblo nuestro.
¿Es colombiano, brasileño? Acaso, para contradecir el lugar común, ¿de la selva peruana? Pero no, es de Nicaragua, ¡café nica!, y viene a través de Canadá, desafiando los bloqueos del imperio con su sabor menos denso, familiar, como si llevara una vida tranquila en una naturaleza de tamaño humano.
Pero no es lo escrito sino aquello por escribirse lo que nos convoca: lo escrito, siempre, nos incumple, y en la lectura nos demanda por más, por el tiempo que se demora en esta frase, y que nos deberá llevar a los hechos definitivos y más simples del día próximo, el nuestro.
Somos nosotros, hijos de la letra, lo que está aún por escribirse.
El Inca Garcilaso se quedó a la espera de una decisión burocrática que, en la corte, cambiase su suerte; Felipe Guamán Poma de Ayala, cronista y príncipe, aguardó el resto de su vida por la respuesta de Felipe III a su carta de mil páginas sobre el fin de la violencia y el inicio del buen gobierno; Vallejo agonizaba esperando las noticias del frente español, contradictorias, contrarias, incontrovertibles; César Moro esperaba noticias de Westphalen sobre la Lima pacata a donde volvía. Todos hemos esperado, de la letra, otro mundo.
Si el proyecto de la modernidad no se ha cumplido, se ha cumplido, en cambio, el desborde de la modernización, las formas de reconversión y transferencia de una modernidad popular. Por ello, las nuevas formas del arte exploran el trabajo tribal, en esta post-modernidad regionalizada, donde ofrecemos estos objetos domésticos, coloridos y fecundos.
En contra de la corriente, las artes tribales adquieren un pulido más agudo, un brillo rojizo, un arabesco laborioso. Sus señales se levantan en los límites, con plumaje bermejo y azulino. Son las postas de la sobrevida, la mesa de la cocina común, el teatro de los auxilios. Porque el que espera des-espera, funda el paso sobre el abismo, abre su pequeño puente entre la historia (sin trauma) y el presente (sin dogma), traza su camino colgante en el futuro salvado. 
Esperas, en la espera, esperanzado.


Uchuraccay

Los poetas y los lingüistas discrepábamos alegremente como dos tribus con derechos sobre el lenguaje en disputa.
En el optimismo de las razones cientificistas de los años 60, el proyecto de una universidad que fuese moderna y popular nos convocaba; aunque los estudiantes más radicales propiciarían la destrucción del ensayo de Facultad de Estudios Generales, en la Universidad de San Marcos, de la cual poetas y lingüistas íbamos a ser instructores. Con Antonio Cisneros compartimos el curso de gramática de Alberto Escobar, y admiré su apasionada pulcritud.
Pronto, la profesión de la antropología y sus variantes nos desplazaría a todos, incluidos los últimos filósofos metafísicos y los psicólogos del mito. Con la barba crecida y los botines polvorientos del trabajo de campo, los antropólogos tenían comercio con las fuentes del país profundo, y esa familiaridad les daba una autoridad dramática. Hasta los historiadores tuvieron que hacerse etno-historiadores y pasar temporadas en el archivo andino. Entretanto, los narradores, que se sentían unos sociólogos con mejor prosa, observaban este espectáculo de los oficios con la superioridad de haberlo ya escrito todo; y creían que la novela era el espejo prolijo de la vida cotidiana. 
Pronto, los psiquiatras introducirían el principio de autoridad de la duda sobre el Perú como lapsus. En este proceso se había impuesto, más por pereza que por inteligencia, la noción de un reiterado y cada vez más elaborado fracaso peruano; los hijos privilegiados del discurso modernizante creían que esta negación entusiasta era una forma superior de la crítica ilustrada. La ligereza apocalíptica perdía de vista el dolor de cada quien.
Esta comedia académica de los discursos especializados terminó a fines de los años 70, cuando las ciencias sociales experimentaron en toda su crudeza un país que no habían imaginado, que quisieron explicar, y que les quemó las manos. La matanza de ocho periodistas en Uchuraccay fue esa encrucijada. ¿Cómo decirlo, cómo ir más allá de un ejercicio de interpretación?  El repertorio de la antropología, la racionalidad de las ciencias sociales, intentó entender la matanza en términos culturales, como si los campesinos hubiesen ritualizado el asesinato. De ese modo, y aun sin quererlo, exculparon al Estado y su maquinaria represora, que empezaba a instaurar la guerra sucia. Estos límites de la lectura peruana confirmaban no sólo el fin de la inocencia de las disciplinas sociales sino la pérdida de su lugar en la elaboración de la experiencia de la nacionalidad. 
Si la historia había sido el purgatorio, la política seria el infierno, y el diablo andaba suelto.


Conjuro

Como el jaguar y la serpiente en el vientre del padre Jet por un instante fuimos la representación del tiempo (lluvia, tierra) desdoblado –yo fui el fácil maestro de este discípulo inocente, que ignora la migración que nos conduce, incierto y obediente. Va en pos de trabajo y quiero creer que abrirá su nicho ecológico (mitimae cumplidor) en la intemperie, pequeño antihéroe de la contra-colonia.
En la cueva incaica, en lo oscuro, otros hombres descubren las voces que reverberan afuera; son voces encendidas que vibran, en lo oscuro.
Orígenes y Apocalipsis: la piedra escrita es una puerta que nos libera de la pesadumbre y nos demanda una idea del orden.
Déjame trabajar contigo a nombre de esa paz, de esa inteligencia que zanja en la tierra enemiga un rayo de nuestro cielo.
El pasado no es lo perecedero, por más ruinas que sume. Las ruinas no son las huellas del progreso, que sigue de largo.
Ya fuimos grandes civilizaciones, queremos no sólo un mundo mejor que éste, queremos otra conversación.


Cosecha

Entre los pueblos que siembran y cosechan, los de los Andes hicieron del cultivo de la papa un tejido elaborado.
Las raíces se extendían por los diversos planos del subsuelo, y de ese bosque es que viene lo vivo, como una figura de encaje. Ese suelo materno es el reverso del país del agua, el otro mapa andino.
Las sementeras de la papa, los papales, poseen un trazo ligero, una altura espumosa, un color fluido, flores traslúcidas, y la arborescencia transitoria de lo más fecundo. 
Haber domesticado la papa luego de miles de años de experimentar con su cultivo permitió a estos pueblos multiplicarla, y controlar las muchas variedades, que distribuyeron por su color (amarilla, blanca, morada), sabor (varios tipos de dulce y amarga), textura (amanzanada, terrosa, acuosa), peso, consistencia, tamaño, y estación del año. Separaron la amarga para deshidratarla en la nieve de las alturas y convertirla en un polvo blanco y fino, el "chuño," signo de lo preservado. En el proceso, la papa menuda, dura y fragmentada, llamada "papa seca," es de las más sabrosas.
Esa diversidad de especies y transformaciones, tiempos de conservación y usos en la cocina, es una verdadera biblioteca andina de sabores, que no hemos acabado de leer. En esa diversidad se sostiene la pluralidad étnica, la suma tribal, la coexistencia de dioses, hombres y animales, que canjean sus roles bajo la luna. Entre los productos que Europa descubrió en América, la papa probó ser más valiosa que el oro.
La historia de este tubérculo, raíz y arbusto, rizoma que se abre en su red asociativa, es un alegato contra los tiempos de la carencia. 
Como una página sobre la tierra de la escasez, los plantíos declaran su historia en la nuestra. Estamos hechos de estas pérdidas y de estas ganancias, de estas hambres y abundancias.
En esta reserva alimenticia conocemos la medida natural: la suplantación del sembrío de pan llevar por el sembrío de exportar. Perdida la suficiencia, se extravía la diversidad.
Como si se hubiesen perdido unas páginas de la memoria, el número de las especies conocidas se reduce: nuestras fronteras ceden, invadidas por la contra-papa, la yerba que mata. 


Perú

La Puerta del Sol en Tiawanaku, cerca del lago Titicaca, a 3,845 metros de altura, preside la salida del sol.
El muro de Sechín, en el norte del país, no lo deja ocultarse: lo retiene, lo disuelve.
Si la Puerta del Sol representa el calendario solar, que empieza en el equinoccio de la primavera, cuando tiene lugar la siembra; el muro entre Chavín y Chimú dispersa al tiempo y lo des-representa como huella del tránsito que nos lleva más allá, a la estación lunar, al otro calendario, el de la noche deshoras.

La Puerta del Sol y el Muro de Sechín se interponen en un país desmedido, abierto bajo el sol y la luna.
Pero el artesano los reúne, brevemente, entre las dos puertas del retablo de esta migración florida.




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