martes, 12 de junio de 2018

DESPIERTO ENTRE LAS ALAS DE UN SUEÑO. Autor: Rogger Marttini



Despierto entre las alas de un sueño.



Sueños despiertos

Que acarician el rostro, a través de la mirada de un sol desbordante en la cima de un horizonte, reflejo que cruza entre las nubes de un deseo inquebrantable frente a las sombras de un vaivén de incertidumbres que se van disminuyendo cuando la mirada se desvía y cruza las líneas del tiempo.

Sueños despiertos,

Que nunca se acaban y persisten en la orilla de un océano de oportunidades que poco a poco se van sumergiendo en la profundidad de una meta alcanzable, volviendo a flote cada que los pensamientos se vuelven infinitos y se hacen mucho más fuertes.

Sueños despiertos,

Que cubren con amor un sentimiento, poderoso como la razón de la luz que alumbra un nuevo comienzo, centro de energía que atrae al viento y hace vibrar cada que el vuelo se hace más alto y toca un cielo que nadie aun ha tocado.

Sueños despiertos,

Que rompen barreras y esquemas y alcanzan las estrellas en un mundo donde solo brillan los que cuentan con luz propia y van creando un universo único e incomparable con recursos con los que fueron bendecidos solo los que han sido elegidos.

Sueños despiertos,

Que van creando arte cada que los sonidos son pintados de colores cuando se plasman recuerdos que seguirán siendo escritos cada que la armonía estimule los movimientos artísticos de un cuerpo.

Sueños despiertos,

Que desafían a la eternidad de la física y de la cuántica leyes como la gravedad que se mantienen intactas aun cuando el cronometro se encuentra a medias y la alquimia no ha alcanzado su máximo grado de sabiduría perfección dentro de la imperfección que hacen que aun los números impares no llegan a ser perfectos.

Sueños despiertos,

Que seguirán vigentes en el alfa y el omega, el principio y el fin, sueños que no se detienen ni siquiera cuando los ojos se encuentran cerrados, sueño despiertos que perduraran por siempre en las líneas del tiempo y en las alas del viento.



Autor:




Nota:

Rogger Daniel Gutierrez Marttini, es un joven casmeño. Tiene  04 años viviendo en Lima, formándose  como dramaturgo y guionista cinematográfico, En la actualidad se  encuentra en el desarrollo de su primer libro.











lunes, 11 de junio de 2018

YAUTAN.- POR: JULIO ORTEGA


YAUTAN
Por: Julio Ortega

El pueblo de mis padres está a una hora lenta y sobresaltada de Sechín.


Por el camino pedregoso, entre la alta maleza cálida, fui de chico varias veces con ellos a visitar a los parientes de Yaután, a los compadres de Huanchuy, a los amigos de Pariacoto, antes de Huaraz. Las paltas grandes y redondas, de pulpa cremosa, brillantes como piedra a la vista, y al tacto tiernas, habían hecho la prosperidad de la familia paterna. Años después una plaga destruyó los paltos (¡toman tanto tiempo en dar fruto!, protestaba mi padre, incrédulo) y el pueblo languideció, abandonado por los más jóvenes.

Yo prefería los árboles del mango, solitarios y perfumados, a pesar de los insectos torpes en la miel; y era capaz de distinguir el manzano, el limonero, el naranjo. Mi fruta favorita era el pacae, cuyas pepas de pulpa afelpada son de una dulzura liviana. En los huertos de los tíos y primos había también granadas y uvas; y el mejor árbol para trepar en él: la higuera alta y boscosa, donde nos balanceábamos comiendo higos amarillos y morados, que reventaban entre los dedos.

Los muros de Chavín estaban perdidos entre pedriscales y la vegetación hirsuta. De chico, había enmudecido ante esas paredes donde el calor parecía acumularse. El muro agonizaba bajo el sol, y su dibujo semejaba una herida. Yo sabía que éstas eran las ruinas –como se les llamaba en el pueblo –de los "gentiles;" pero la huella del color, la porosidad del dibujo erosionado, me fueron más intrigantes que el dibujo original, que su explicación histórica.

Ese dibujo era una herida, y auscultarla producía una intimidad incómoda. Como si la misma tierra mostrase la cicatriz de su origen.

Mi padre, que advirtió mi inquietud, me explicó con detalle la historia escolar de Chavín de Huantar.

Más tarde, mi madre me contó que mi padre había poseído una colección de ceramios preincaicos del lugar. Los peones le traían huacos de todas partes, contó ella, y tu papá se los compraba. Nos hemos encontrado este huaco en la sementera, decían los campesinos, en el castellano más dulce de la sierra peruana, y él les daba unos soles a cambio. Cuando Julio C. Tello, el gran arqueólogo peruano, visitó la zona a fines de los años 30, mi padre lo recibió y guió en las ruinas. En su tratado sobre el área de Chavín, el arqueólogo menciona entre sus informantes al gobernador de Yaután, mi padre.  No consigna, en cambio, algo que él me contó: Tello le elogió su colección de ceramios y él lo invitó a escoger la pieza que más le gustase. He visto a mi padre en esta clase de gestos que lo definen, y puedo entender que Tello, abrumado, se excusara; pero mi padre insistió y el arqueólogo aceptó llevarse una.  Más tarde, con el mismo desapego, mi padre daría por perdida su colección. Desapareció, dijo, queriendo decir que algunos parientes cargaron con ella cuando él empezó a viajar a la costa, pero que esa pérdida –como toda otra pérdida después- no lo hacía más pobre sino más solo y, por eso, superior.

Chavín me ha parecido, ya entonces, la forma mayor de toda pérdida.

Perdido Chavín, el pasado se hacía irreal. Como si el muro fuese una puerta al vacío, y todo lo perdido se perdiese entre las fauces del jaguar y la serpiente.  

Quizá entre ellos se devoran y un pájaro implacable se alimenta de ambos.

Estas bien podrían ser las fauces del sol.









viernes, 1 de junio de 2018

CLASES DE VERANO. Autor: Rafael Alexander Ruiz Valviviezo



CLASES DE VERANO

Rafael A. Ruiz Valdiviezo

Ese año fue inolvidable. En que pasé el primer verano en Casma. Un enero que se va y un febrero que viene. Febrero mes del amor y de los carnavales. El verano amenazaba con su presencia. Era un mes de canícula. El agua salía tibia en todas las tuberías de la ciudad. Y de rato en rato gritaba la sirena del colegio.
A fines de febrero y comienzos de marzo empezaban las clases y yo tenía que ir al colegio bien aseado, cabello bien corto, con camisa blanca, pantalón y medias de color gris, correa y zapatos negros bien lustrados. Llevaba en el pecho la insignia del colegio. Tenía clases de lunes a viernes, en el turno de tarde. Mucho me acuerdo, como si fuera hoy, que nos sentábamos en carpetas bipersonales de color caoba madera. Todos se conocían, pero yo era un extraño. El  único que me conocía era el director. Luego, fui conociendo, poco a poco, a mis compañeros y profesores.

Al primero que conocí de todos mis compañeros, por casualidad del destino, fue a Luis Campos. Quien era ágil y estudioso. Le gustaba mucho el deporte, era capaz de jugar solo contra un equipo. Casi siempre lo veía con su ropa deportiva.

_ ¡Lo importante es jugar! Decía. Era mi vecino. Por eso, algunas veces, íbamos juntos al colegio.

Era lunes y el reloj anunciaba las doce del día. Almorcé en un segundo, y el colegio me esperaba, los auxiliares estaban en operación hormiga, controlando la entrada y salida del educando. Teníamos nuestro cuaderno de control que hablaba por nosotros. Allí registraba nuestra asistencia. Pasé el control en forma óptima, y luego asistí junto con mis compañeros a un salón que hablaba inglés. Allí estaba una talentosa profesora que nos decía: _ Welcome students! Ella era hermosa y con su belleza aprendimos a leer, escribir y hablar inglés.

El martes fuimos a otro salón que hablaba español, ese día tuvimos con varios profesores. Todos con sus versos de Bécquer, con las tragedias de Shakespeare, con las comedias de Moliere. Ese mismo día, con el caer de la tarde, tuvimos Arte, ni bien llegamos, apreciamos imágenes de grandes pintores y sus obras. Ese día aprendimos artes plásticas, música y teatro.

El miércoles pura matemática. El salón estaba lleno de números y problemas, de fórmulas, de compras y ventas. Se hablaba de Aritmética, Geometría y Trigonometría. Mientras muy fácil para algunos, muy difícil para otros.

El jueves la historia cantaba la verdad de las mentiras, los triunfos y las derrotas, los recuerdos y los olvidos, la paz y la guerra, la vida y la muerte. Un acontecimiento en un espacio y en un tiempo. La Geografía nos hablaba sobre nuestro planeta y su relación con otras ciencias, con el hombre y el universo.

El viernes, nos habían citado en el turno de mañana. Así que tuve que levantarme con la agonía de la oscuridad de la noche y el triunfo de la claridad del nuevo día. Teníamos que asistir todos vestidos de blanco, de pies a cabeza, con nuestro short, polo, medias y zapatillas blancas. Con el pelo corto los varones y las damas con sus cabellos en trenzas. Al llegar nos recibió el profesor de unos treinta años aproximadamente, era alto, delgado, atlético, versátil, dinámico y amigable.

Una mano salió señalando al cerro donde habitan las piedras mellizas. _ ¡Miren! Nos dijo, a lo que todos obedecimos. _¡Hasta allí tendrán que correr! Todos nos ubicamos en el frontis del colegio. En la partida. Nos dio las indicaciones. Y luego anunció: _¡En sus marcas! ¡Listo! y se oyó el grito del silbato en toda la ciudad. Y nosotros empezamos la maratón a lo que venga, avanzamos entre casas con jardines y algunos árboles. Campos iba primero y yo más lejos. En esos momentos ya abrían los establecimientos comerciales. Y nos animaban: _¡Corran, jóvenes, su vida recién empieza! El señor Cuellar, en su peluquería, donde un día antes nos habíamos cortado el cabello, salía a decirnos: _¡Adelante jóvenes, el deporte es salud! Y doblamos las esquinas, cortamos avenidas y acortamos distancias. La gente iba y venía. Salían y entraban a sus casas. Y nosotros seguíamos corriendo, y llegamos al Óvalo, y doblamos la esquina,  y seguimos corriendo por una avenida, más veloces que una bala, cortando el viento. Y luego cuesta arriba, por la falda del cerro, por un camino sinuoso, que apenas se podía apreciar, que se perdía y aparecía de trecho en trecho, pero lo seguíamos con sigilo. Había momentos en que nuestro recorrido era agotador, sin embargo, seguíamos corriendo.




La cuesta se hacía larga, nuestros músculos echaban fuego, sudábamos la gota gorda, las piernas nos abandonaban, era una agonía infernal. Campos, también se había cansado, y a mitad de la falda del cerro, se sentó sobre una piedra plana al borde del camino. Desde entonces opté por ocupar su lugar. Y continué escala y escala. Las piedras se veían cada vez más cerca, pero también parecía que se alejaban más. Y se mostraban altas, duras, mágica y eterna en la cumbre. Subía y subía, las tenía en el horizonte, no las perdía de vista, me sentía derrotado, exhausto, caído, pero me animaba a seguir porque sabía que “quien nunca se ha caído, no sabe lo que es levantarse”, y continúe dando mis últimos esfuerzos, controlando mi respiración, sentía el aire en mis pulmones, hasta que llegué a la cima por un camino largo y difícil,  y cuando las tuve al alcance de mis manos. Pude darme cuenta que eran más grandes de lo que pensaba. Ellas me abrazaron, sentí su compañía y su soledad. Me aconsejaron que tenga cuidado. Que subir era difícil, pero que era mejor mirar desde arriba. Las agradecí y luego partí mi regreso, era como si hubiera conocido el mundo en un segundo. El regreso era más fácil, Casma se veía en toda su plenitud, se veía el colegio, el estadio, sus plazas, sus parques, sus ríos. Toda la ciudad. Y regresé cuesta abajo, solo hay que tener equilibrio, pensé. Parecía que volaba en los arenales, en las piedras pequeñas, era un cerro aparentemente sin vida, pero las hormigas me alentaban a que corra más. Y seguí bajando cada vez más cerca de la ciudad. De pronto, puse atención a lo que veía. Era Campos, en el mismo sitio en que lo había dejado, vencido, con su carrera inconclusa. En ese momento, levantó la mirada y al verme regresar, a treinta metros aproximadamente, con velocidad súbita, empezó a correr, también de regreso, y manteniéndose primero. Y yo, no le decía nada, porque no había escuchado nada de las malas lenguas, sobre su honestidad. Así que seguí corriendo a una velocidad constante. En el camino me encontré con gatos, perros y ratones. Los postes parecían soldados, todos de pie a cierta distancia. Miles de vehículos de todos los colores y en todas partes. Y seguíamos corriendo, afortunadamente, mitigaban nuestro cansancio, algunos árboles  con su sombra.

Nosotros, los de la promoción, éramos innumerables. Campos iba primero y yo después, tal como habíamos empezado la carrera, y detrás, el resto, y corríamos en fila india, éramos una retahíla de estudiantes, todos de blanco sobre la pista de color negro. Sobre un itinerario. Y así habíamos subido y bajado el cerro de las piedras mellizas. Y llegamos a la meta que era el mismo punto de partida, en el lugar exacto, en el frontis del colegio, allí estaba el profesor con su registro de notas. Mirando su cronómetro, y llegamos, y a Campos le dijo: _ ¡Dieciocho minutos con treinta segundos! ¡Tienes veinte!

A mí me dijo: _ ¡Diecinueve minutos! Y en ese preciso momento, Campos, desde sus adentros, interrumpió, diciendo:

_¡No, profesor, yo no he llegado hasta arriba! ¡Disculpe!

Entonces el profesor le calificó su nota correspondiente.

El profesor y todos mis compañeros nos quedamos asombrados por mucho tiempo de la hazaña de Campos. Todos le felicitamos por su honestidad.
El calor seguía con sus andanzas. El Sol se elevaba cada vez más. Y nosotros nos preparábamos para continuar las clases con el caer de la tarde.






RAFAEL ALEXANDER RUIZ VALDIVIEZO

(BIOGRAFÍA)

(1970-…)

Nace el 30 de julio de 1970, en la ciudad de Chimbote (Perú). Su vida se desliza entre ambientes andinos y costeños. Estudió en varios colegios, terminando en 1989 sus estudios básicos en el colegio “Mariscal Luzuriaga” de Casma. Siendo un estudiante destacado y comprometido con su propia educación. En 1998 se gradúa como profesor de Lengua y Literatura en el Instituto Superior Pedagógico Público de Huaraz. En el 2008 recibe su Licenciatura de la Universidad Nacional de Trujillo. Luego, en el 2014, su Maestría en Educación otorgado por la Universidad César Vallejo de Trujillo.

Asimismo, ejerce la docencia y su dedicación por la literatura, compartiendo de esta manera sus vivencias aprendidas y brindando su gran aporte cultural. Ha escrito un poemario titulado “OCULTO TESORO”, y también en prosa “UNA EXPERIENCIA INOLVIDABLE”. Contribuyendo de este modo con la cultura y la luz del conocimiento.