lunes, 11 de junio de 2018

YAUTAN.- POR: JULIO ORTEGA


YAUTAN
Por: Julio Ortega

El pueblo de mis padres está a una hora lenta y sobresaltada de Sechín.


Por el camino pedregoso, entre la alta maleza cálida, fui de chico varias veces con ellos a visitar a los parientes de Yaután, a los compadres de Huanchuy, a los amigos de Pariacoto, antes de Huaraz. Las paltas grandes y redondas, de pulpa cremosa, brillantes como piedra a la vista, y al tacto tiernas, habían hecho la prosperidad de la familia paterna. Años después una plaga destruyó los paltos (¡toman tanto tiempo en dar fruto!, protestaba mi padre, incrédulo) y el pueblo languideció, abandonado por los más jóvenes.

Yo prefería los árboles del mango, solitarios y perfumados, a pesar de los insectos torpes en la miel; y era capaz de distinguir el manzano, el limonero, el naranjo. Mi fruta favorita era el pacae, cuyas pepas de pulpa afelpada son de una dulzura liviana. En los huertos de los tíos y primos había también granadas y uvas; y el mejor árbol para trepar en él: la higuera alta y boscosa, donde nos balanceábamos comiendo higos amarillos y morados, que reventaban entre los dedos.

Los muros de Chavín estaban perdidos entre pedriscales y la vegetación hirsuta. De chico, había enmudecido ante esas paredes donde el calor parecía acumularse. El muro agonizaba bajo el sol, y su dibujo semejaba una herida. Yo sabía que éstas eran las ruinas –como se les llamaba en el pueblo –de los "gentiles;" pero la huella del color, la porosidad del dibujo erosionado, me fueron más intrigantes que el dibujo original, que su explicación histórica.

Ese dibujo era una herida, y auscultarla producía una intimidad incómoda. Como si la misma tierra mostrase la cicatriz de su origen.

Mi padre, que advirtió mi inquietud, me explicó con detalle la historia escolar de Chavín de Huantar.

Más tarde, mi madre me contó que mi padre había poseído una colección de ceramios preincaicos del lugar. Los peones le traían huacos de todas partes, contó ella, y tu papá se los compraba. Nos hemos encontrado este huaco en la sementera, decían los campesinos, en el castellano más dulce de la sierra peruana, y él les daba unos soles a cambio. Cuando Julio C. Tello, el gran arqueólogo peruano, visitó la zona a fines de los años 30, mi padre lo recibió y guió en las ruinas. En su tratado sobre el área de Chavín, el arqueólogo menciona entre sus informantes al gobernador de Yaután, mi padre.  No consigna, en cambio, algo que él me contó: Tello le elogió su colección de ceramios y él lo invitó a escoger la pieza que más le gustase. He visto a mi padre en esta clase de gestos que lo definen, y puedo entender que Tello, abrumado, se excusara; pero mi padre insistió y el arqueólogo aceptó llevarse una.  Más tarde, con el mismo desapego, mi padre daría por perdida su colección. Desapareció, dijo, queriendo decir que algunos parientes cargaron con ella cuando él empezó a viajar a la costa, pero que esa pérdida –como toda otra pérdida después- no lo hacía más pobre sino más solo y, por eso, superior.

Chavín me ha parecido, ya entonces, la forma mayor de toda pérdida.

Perdido Chavín, el pasado se hacía irreal. Como si el muro fuese una puerta al vacío, y todo lo perdido se perdiese entre las fauces del jaguar y la serpiente.  

Quizá entre ellos se devoran y un pájaro implacable se alimenta de ambos.

Estas bien podrían ser las fauces del sol.









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