YAUTAN
Por: Julio Ortega
El pueblo de mis padres está a una hora lenta y sobresaltada de Sechín.
Por el camino pedregoso, entre la
alta maleza cálida, fui de chico varias veces con ellos a visitar a
los parientes de Yaután, a los compadres de Huanchuy, a los amigos
de Pariacoto, antes de Huaraz. Las paltas grandes y redondas, de
pulpa cremosa, brillantes como piedra a la vista, y al tacto tiernas,
habían hecho la prosperidad de la familia paterna. Años después
una plaga destruyó los paltos (¡toman tanto tiempo en dar fruto!,
protestaba mi padre, incrédulo) y el pueblo languideció, abandonado
por los más jóvenes.
Yo prefería los árboles del
mango, solitarios y perfumados, a pesar de los insectos torpes en la
miel; y era capaz de distinguir el manzano, el limonero, el naranjo.
Mi fruta favorita era el pacae, cuyas pepas de pulpa afelpada son de
una dulzura liviana. En los huertos de los tíos y primos había
también granadas y uvas; y el mejor árbol para trepar en él: la
higuera alta y boscosa, donde nos balanceábamos comiendo higos
amarillos y morados, que reventaban entre los dedos.
Los muros de Chavín estaban
perdidos entre pedriscales y la vegetación hirsuta. De chico, había
enmudecido ante esas paredes donde el calor parecía acumularse. El
muro agonizaba bajo el sol, y su dibujo semejaba una herida. Yo sabía
que éstas eran las ruinas –como se les llamaba en el pueblo –de
los "gentiles;" pero la huella del color, la porosidad del
dibujo erosionado, me fueron más intrigantes que el dibujo original,
que su explicación histórica.
Ese dibujo era una herida, y
auscultarla producía una intimidad incómoda. Como si la misma
tierra mostrase la cicatriz de su origen.
Mi padre, que advirtió mi
inquietud, me explicó con detalle la historia escolar de Chavín de
Huantar.
Más tarde, mi madre me contó que
mi padre había poseído una colección de ceramios preincaicos del
lugar. Los peones le traían huacos de todas partes, contó ella, y
tu papá se los compraba. Nos hemos encontrado este huaco en la
sementera, decían los campesinos, en el castellano más dulce de la
sierra peruana, y él les daba unos soles a cambio. Cuando Julio C.
Tello, el gran arqueólogo peruano, visitó la zona a fines de los
años 30, mi padre lo recibió y guió en las ruinas. En su tratado
sobre el área de Chavín, el arqueólogo menciona entre sus
informantes al gobernador de Yaután, mi padre. No consigna, en
cambio, algo que él me contó: Tello le elogió su colección de
ceramios y él lo invitó a escoger la pieza que más le gustase. He
visto a mi padre en esta clase de gestos que lo definen, y puedo
entender que Tello, abrumado, se excusara; pero mi padre insistió y
el arqueólogo aceptó llevarse una. Más tarde, con el mismo
desapego, mi padre daría por perdida su colección. Desapareció,
dijo, queriendo decir que algunos parientes cargaron con ella cuando
él empezó a viajar a la costa, pero que esa pérdida –como toda
otra pérdida después- no lo hacía más pobre sino más solo y, por
eso, superior.
Chavín me ha parecido, ya
entonces, la forma mayor de toda pérdida.
Perdido Chavín, el pasado se hacía
irreal. Como si el muro fuese una puerta al vacío, y todo lo perdido
se perdiese entre las fauces del jaguar y la serpiente.
Quizá entre ellos se devoran y un
pájaro implacable se alimenta de ambos.
Estas bien podrían ser las fauces
del sol.
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