miércoles, 15 de mayo de 2013

"LA LEYENDA DEL CERRO MANCHAN". Autor: Lucas Espinoza Laveriano.


"LA LEYENDA DEL CERRO MANCHAN"

Autor: Lucas Espinoza Laveriano


LA LEYENDA DEL CERRO MANCHAN

Por la carretera de la costa, dentro de un panorama por demás impresionante, el ómnibus se desplaza raudamente en busca de su destino. Por el espejo retrovisor observo el montaje plateado del vehículo que refleja brillos intermitentes, como si bañara de arenas relucientes todo su recorrido. El clima caluroso y sofocante, deja impregnado cada célula de mi cuerpo, a ratos, como si tratara de asfixiarme. El sol, en su máxima altura, se yergue majestuoso en un cielo azul pálido en toda su extensión. Y, en ambos lados de la carretera el desierto inhóspito y estéril, con los ondulantes perfiles de los cerros grises, reviven en mi mente mi juventud ya pasada, en un recuerdo desolador del ayer y el presente.
Que alegría llega a mí al ver el paisaje y observar kilómetros más kilómetros de desierto y porque, también, he dejado atrás el clima frígido y húmedo de la capital, Lima: Saturada con una población de toda condición social. De todo el país emigran a Lima, gente pobre en su mayoría; miles y miles llegan en un viaje sin retorno, de una esperanza a un fin de riqueza realizable, por existir un movimiento económico de primer orden que impera en la capital.

En el llano, el ómnibus acelera su velocidad, produciendo sordos rugidos y, enseguida, bajando varios desniveles, aparece el hermoso valle, salpicando de frondosos árboles y, justamente, a algunos centenares de metros, alcanzo a ver el puente Carrizal al que nos vamos aproximando. Al llegar a la altura del puente, observo el paso del río Casma, dibujada en forma de una línea ondulada, cristalina y brillante, por su bajo caudal. Y en ambas riberas del rio, tupidas vegetaciones, colmadas de verdor, desaparecen juntamente con el rio al pie de un cerro. Luego, pasando el puente, a un centenar de metros, virando una curva cerrada, al lado izquierdo de la carretera, se levanta imponente el gran “Manchan”, cerro de arena, que se va extendiendo en línea paralela con la carretera y con la ciudad de Casma. De él se trata en estas páginas.
Han trascurrido, muchos años y por eso la fecha se pierde entre las tinieblas de mi memoria. Entonces la vida rutinaria en el pequeño pueblo era muy diferente a la actualidad, pues uno de los sucesos más notables era que la palabra de un hombre tenía un valor positivo y creíble en la sociedad. Y, sin ninguna duda, un anciano era el personaje excepcional en la comunidad, siendo por ello: Estimado, respetado y venerado. Todo eso pasó, desaparecieron con la vorágine tormentosa del tiempo; pero, en el corazón y en el pensamiento de cada uno de nosotros, siempre esperaremos con vehemencia que regrese esa vida de respeto y sinceridad.

¡Dale todo lo que pida – dijo la curandera - ¡Ah, caray… ya que importa! – volvió a decir. Esa voz resuena en mis oídos como un eco lejano, borroneado por el tiempo, pero el torbellino del recuerdo lo trae a raudales y, entonces, con una gran pena, que llega hasta lo más profundo de mi corazón, evoco mi niñez.
El sol había recorrido las tres cuartas partes de su curso diario y sus rayos de luz cortaban con muchos segmentos verticales el interior semioscuro de la choza, construida con caña y barro. Rendijas por todos lados se veía y por el exterior, trozos de tierra endurecida estaban esparcidas alrededor. Cerca, en un árbol de ciruelos, pajarillos de varias especies, gorjeaban anunciando el final de la tarde; y, a lo lejos, se escuchaba el cantar monótono de varios gallos que se iban repitiendo hasta apagarse en la lejanía. Asimismo, en el corral, el perro que estaba amarrado, empezó a aullar, como un signo de mal agüero; y su voz, lastimera y lúgubre, me hizo estremecer.

Dentro de la choza, ella se hallaba sentada en el centro de la cama y su cuerpo magro y desmadejado me inspiro lastima. Su rostro hallábase cubierto de sudor, notándose más acentuado en la frente. Era evidente que tenía fiebre. Su pelo negro estaba trenzado y vuelto hacia atrás. Desde los pies hasta la cintura estaba abrigada con una frazada raída y descolorida. No llegaba ni siquiera a los treinta años de edad y ya la vida se le iba apagando entre lamentos y sollozos de sus familiares. Una de esas personas era mi padre, notándose la nostalgia y el insomnio en su rostro; estaba más allá, de pies, lavándose las manos en un lavadero de cemento. Ese recuerdo permanece en mí como una luz brillante, pues los rayos del sol le llegaban en diagonal sobre su rostro. Su indumentaria era sencilla, una tosca camisa gris y pantalones más oscuros todavía, que coincidían con la correa del mismo color.

-       ¿Dónde están mis hijos?, quiero despedirme de ellos – dijo la enferma con una voz apagada; pero, sin embargo, su expresión era firme y decidida. Fue en ese instante que se le acerco una mujer y le dirigió unas palabras al oído, que hicieron que ella le respondiera del mismo modo.

Solamente fueron minutos cuando la misma mujer se acercó y le alcanzo un vaso con un líquido ambarino, que la enferma lo bebió a grandes sorbos. Entonces fue allí que me percate que su mirar no coincidía con el movimiento de sus manos y que no había observado nuestra presencia, a pesar que estábamos en la misma habitación y a pocos metros de su cama.
Luego se acercaron a ella, mi hermano mayor de trece años de edad y mi hermana de diez, quienes se desataron en inconsolable llanto. Sin duda, no podían creer por qué el destino inmutable les estaba arrebatando al ser que más les amaba y en sus mentes tenían la completa persuasión que jamás la verían. Del llanto al acto, a ratos se enjugaban las lágrimas con el dorso de la mano.

Yo estaba alejado varios pasos de ellos; como petrificado observaba la escena y mi rostro se mantenía impertérrito pues, evidentemente, la tristeza y el sufrimiento todavía no existían en mí. Cuando mis dos hermanos se hicieron a un lado para darme paso, pues me tocaba a mí, yo me acerque indeciso y confundido, como si se tratara de un suceso rutinario. Al intuir mi presencia, la mano de mi madre hizo un giro en el aire y, palpándome la poso levemente sobre mi cabeza e inclinándose me susurro al oído unas palabras apagadas: - ¡Cuidaras de tu hermano menor y no lo abandonaras!, ¡Me lo prometes! - ¡Si, te lo prometo, cuidare de él! – Le respondí – eres un buen hijo – me dijo y paso sus manos frías por mi cara. Era una caricia, sin duda la última. Fue allí que note que estaba totalmente ciega. Sus ojos se habían apagado antes que ella, estaban abiertos pero hallábase en una total oscuridad. Tal vez una fuerte infección interna estaba dando fin a su existencia. Yo tenía cinco años de edad y no razonaba acorde a las circunstancias.

-¡Dale lo que pida, que beba lo que desee! - Ah caray, ya que importa – dijo la curandera, una anciana de cuerpo flaco y encorvado y con muchas arrugas en su rostro severo. Su estentórea voz me despertó de mi ensimismamiento.
El tiempo siguió su curso sin fin y pasaron cuatro años. Era verano y el ambiente se presentaba extremadamente sofocante, pero los campos no se inmutaban y siguen irradiando su natural verdor. El sol, en lo alto, se mostraba inclemente en un cielo límpido de nubes y abajo, circundado por retazos de valle, el pequeño pueblo con sus casitas tabuladas semejaban un cuadro de Cezanne.

Eran raras las veces, en las vacaciones, que me reunida con mis amigos de infancia, pero ese día lo fue; algunos eran compañeros del colegio y nos dirigimos al rio. Rostros sonrientes y palabras ingenuas de niño, miradas encontradas de uno y otro, ropas viejas y raídas, pies descalzos en un suelo que abrasaba. Uno de ellos, de cuerpo enjuto y de cabeza cortada a cepillo, nos guiaba, ya que era el más habilidoso en las incursiones al rio.

Algarrobos, huarangos, sauces y otras especies de árboles se alineaban en los flancos del sendero al rio y los pajarillos como siempre, cantaban en las copas de los árboles en un piar y piar interminable; seguido, también, al unísono, por el cantar de la paloma de monte – Cuculí, cuculí – parecía decir, hasta que, por fin, el murmurante río apareció ante nuestros ojos con sus aguas cristalinas. En determinados lugares, el lecho del río estaba cubierto de cantos rodados que le daban al agua un color verde claro y en donde se guarecían infinidad de camarones, que proliferaban en el verano como resultado del aumento del caudal. Y, en las zonas donde solamente existía arena, el agua era transparente y cristalina. La vegetación circundante, en su mayor parte, estaba matizada de verde, desde el más oscuro hasta el más claro y el suelo se cubría de una tupida gramínea que estaba esparcida por doquier, creando un paisaje singular.
Siempre, acompañados del piar de las avecillas, nos sentamos a la orilla del río a descansar, formando un círculo, cuando intempestivamente, del cerro Manchàn llegó a nuestros oídos un ruido silbante y monótono que luego fue variando de tono semejante al tañido de campanas. Esta paradoja se iniciaba al llegar las dos de la tarde, coincidentemente cuando arreciaba el viento procedente del mar. Siempre había sido así, desde que tuve uso de razón. Era incomprensible.

Después de breves momentos, ingresamos al río y nos separamos de a dos; pero, como éramos número impar, yo me quede solo y solo me aleje contra la corriente, seguida de la risa de mis compañeros que se iban – No te vayan a llevar los fantasmas – me dijo uno de ellos, hasta que sus voces fueron murmullos y se apagaron paulatinamente. Cazaba los camarones con destreza y los iba colocando en una bolsa que llevé especialmente para ello. Cuando me percate que había avanzado un largo trecho, un temor súbito apodérese de mí, seguido de un extraño escalofrío que inundo todo mi ser. Los arboles hacían caer sobre mi  sus sombras gigantescas y yo los imaginaba como monstruosas manos que trataban de cogerme; y, entonces, quise volver atrás para reunirme con mis amigos, pero como yo era muy valiente y tenaz, seguí avanzando.

El agua, poco profunda, me llegaba hasta las rodillas, lo cual se prestaba a mi labor, hasta que introduje la mano bajo una piedra y, sorpresivamente, emprendió la huida un camarón de gran tamaño. Raudamente se alejó, tratando de ocultarse en otras piedras; sin embargo, lo seguí por varios minutos, hasta que se introdujo bajo una piedra grande que estaba justamente en el centro de una pequeña represa de aguas más profundas, por lo que dudé en ingresar. La improvisada represa había sido construida con troncos y ramas de árboles, por los agricultores, con la finalidad de regar sus terrenos de cultivo y allí el agua era levemente azul y transparente, y una que otra piedra se veía en su interior.

Por segunda vez, sentí temor, debido al ambiente lúgubre y porque también soplaba un fuerte viento, volviéndose tenebroso el lugar y consecutivamente se extendió un largo silencio. Los pájaros dejaron de cantar y gorjear y, en el rìo, se escuchaba el leve golpe del aire contra el agua que dibujaba extrañas líneas en forma de ondas que no permitían observar el fondo de éste. Meditando me quedé un rato hasta que me zambullí resueltamente tras él e introduje la mano bajo la piedra, pero se escurrió entre mis dedos, sin embargo, en un segundo intento atrapé al camarón y fue allí que la enorme piedra cedió, aprisionándome una de mis manos y causándome, a la vez un dolor insoportable. Yo apelé a todas mis fuerzas para escapar de aquella trampa, pero todo esfuerzo fue inútil porque poco a poco me fui agotando y consecuentemente me comenzó a faltar el aire. Entonces mi rostro se contrajo de terror. Esporádicas burbujas entre un primer desvanecimiento estallaron en mi cerebro. Me estaba ahogando y mi muerte era inminente; pero, en un esfuerzo postrero, impulse con singular fuerza los pies para tratar de liberar mi mano, no obstante, empecé a perder el conocimiento y me hundí con mi agonía, ya vencido. Manos fuertes, como los de un gigante, me agarraron de los pies y, al notar aquel, que una de mis manos yacía aprisionada bajo la piedra, con uno de sus pies la removió desde su base y me deslizó en diagonal hasta sacarme fuera del agua, en vilo. Me sostuvo en el aire por breves instantes, como un pez cogido por un anzuelo, y enseguida se dirigió a la orilla. Hallàbame semidesvanecido y, como si llegara de lejos, escuché su voz. - ¡Mocoso del demonio! ¿Qué estabas haciendo allí? - ¿Un poco más y te ahogas! – me increpó. Ya calmado, prosiguió – Felizmente me percaté a tiempo. Dicen que este lugar está encantado y también aseguran que vagan los espíritus por la orilla, cercano al Manchàn, y señalando con su mano, me dijo: ¡Míralo!. El cerro de arena era gris y  desolado.

Luego me llevó sobre sus brazos y, alejándonos del río, me dejó sobre el suelo de gras tupido, que justamente estaba bajo la sombra de un enorme árbol de algarrobo. Instantes después me quito la ropa y la tendió sobre unos arbustos, y al notar que yo temblaba de frio me cubrió con un saco raído. Enseguida se retiró y reunió ramas y hojas, encendiendo al instante una fogata a la que introdujo varios choclos – frutos tiernos del maíz.



(Continua...)


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