"LA LEYENDA DEL CERRO MANCHAN"
Autor: Lucas Espinoza Laveriano
LA
LEYENDA DEL CERRO MANCHAN
Por
la carretera de la costa, dentro de un panorama por demás impresionante, el
ómnibus se desplaza raudamente en busca de su destino. Por el espejo retrovisor
observo el montaje plateado del vehículo que refleja brillos intermitentes,
como si bañara de arenas relucientes todo su recorrido. El clima caluroso y
sofocante, deja impregnado cada célula de mi cuerpo, a ratos, como si tratara
de asfixiarme. El sol, en su máxima altura, se yergue majestuoso en un cielo azul
pálido en toda su extensión. Y, en ambos lados de la carretera el desierto
inhóspito y estéril, con los ondulantes perfiles de los cerros grises, reviven
en mi mente mi juventud ya pasada, en un recuerdo desolador del ayer y el
presente.
Que
alegría llega a mí al ver el paisaje y observar kilómetros más kilómetros de
desierto y porque, también, he dejado atrás el clima frígido y húmedo de la
capital, Lima: Saturada con una población de toda condición social. De todo el
país emigran a Lima, gente pobre en su mayoría; miles y miles llegan en un
viaje sin retorno, de una esperanza a un fin de riqueza realizable, por existir
un movimiento económico de primer orden que impera en la capital.
En
el llano, el ómnibus acelera su velocidad, produciendo sordos rugidos y,
enseguida, bajando varios desniveles, aparece el hermoso valle, salpicando de
frondosos árboles y, justamente, a algunos centenares de metros, alcanzo a ver
el puente Carrizal al que nos vamos aproximando. Al llegar a la altura del
puente, observo el paso del río Casma, dibujada en forma de una línea ondulada,
cristalina y brillante, por su bajo caudal. Y en ambas riberas del rio, tupidas
vegetaciones, colmadas de verdor, desaparecen juntamente con el rio al pie de
un cerro. Luego, pasando el puente, a un centenar de metros, virando una curva
cerrada, al lado izquierdo de la carretera, se levanta imponente el gran
“Manchan”, cerro de arena, que se va extendiendo en línea paralela con la
carretera y con la ciudad de Casma. De él se trata en estas páginas.
Han
trascurrido, muchos años y por eso la fecha se pierde entre las tinieblas de mi
memoria. Entonces la vida rutinaria en el pequeño pueblo era muy diferente a la
actualidad, pues uno de los sucesos más notables era que la palabra de un
hombre tenía un valor positivo y creíble en la sociedad. Y, sin ninguna duda,
un anciano era el personaje excepcional en la comunidad, siendo por ello:
Estimado, respetado y venerado. Todo eso pasó, desaparecieron con la vorágine
tormentosa del tiempo; pero, en el corazón y en el pensamiento de cada uno de
nosotros, siempre esperaremos con vehemencia que regrese esa vida de respeto y
sinceridad.
¡Dale
todo lo que pida – dijo la curandera - ¡Ah, caray… ya que importa! – volvió a
decir. Esa voz resuena en mis oídos como un eco lejano, borroneado por el
tiempo, pero el torbellino del recuerdo lo trae a raudales y, entonces, con una
gran pena, que llega hasta lo más profundo de mi corazón, evoco mi niñez.
El
sol había recorrido las tres cuartas partes de su curso diario y sus rayos de
luz cortaban con muchos segmentos verticales el interior semioscuro de la
choza, construida con caña y barro. Rendijas por todos lados se veía y por el
exterior, trozos de tierra endurecida estaban esparcidas alrededor. Cerca, en
un árbol de ciruelos, pajarillos de varias especies, gorjeaban anunciando el
final de la tarde; y, a lo lejos, se escuchaba el cantar monótono de varios
gallos que se iban repitiendo hasta apagarse en la lejanía. Asimismo, en el
corral, el perro que estaba amarrado, empezó a aullar, como un signo de mal
agüero; y su voz, lastimera y lúgubre, me hizo estremecer.
Dentro
de la choza, ella se hallaba sentada en el centro de la cama y su cuerpo magro
y desmadejado me inspiro lastima. Su rostro hallábase cubierto de sudor, notándose
más acentuado en la frente. Era evidente que tenía fiebre. Su pelo negro estaba
trenzado y vuelto hacia atrás. Desde los pies hasta la cintura estaba abrigada
con una frazada raída y descolorida. No llegaba ni siquiera a los treinta años
de edad y ya la vida se le iba apagando entre lamentos y sollozos de sus
familiares. Una de esas personas era mi padre, notándose la nostalgia y el
insomnio en su rostro; estaba más allá, de pies, lavándose las manos en un
lavadero de cemento. Ese recuerdo permanece en mí como una luz brillante, pues
los rayos del sol le llegaban en diagonal sobre su rostro. Su indumentaria era
sencilla, una tosca camisa gris y pantalones más oscuros todavía, que
coincidían con la correa del mismo color.
-
¿Dónde están mis hijos?, quiero despedirme de
ellos – dijo la enferma con una voz apagada; pero, sin embargo, su expresión
era firme y decidida. Fue en ese instante que se le acerco una mujer y le
dirigió unas palabras al oído, que hicieron que ella le respondiera del mismo
modo.
Solamente fueron minutos
cuando la misma mujer se acercó y le alcanzo un vaso con un líquido ambarino,
que la enferma lo bebió a grandes sorbos. Entonces fue allí que me percate que
su mirar no coincidía con el movimiento de sus manos y que no había observado
nuestra presencia, a pesar que estábamos en la misma habitación y a pocos
metros de su cama.
Luego se acercaron a ella,
mi hermano mayor de trece años de edad y mi hermana de diez, quienes se
desataron en inconsolable llanto. Sin duda, no podían creer por qué el destino
inmutable les estaba arrebatando al ser que más les amaba y en sus mentes
tenían la completa persuasión que jamás la verían. Del llanto al acto, a ratos
se enjugaban las lágrimas con el dorso de la mano.
Yo estaba alejado varios
pasos de ellos; como petrificado observaba la escena y mi rostro se mantenía
impertérrito pues, evidentemente, la tristeza y el sufrimiento todavía no
existían en mí. Cuando mis dos hermanos se hicieron a un lado para darme paso,
pues me tocaba a mí, yo me acerque indeciso y confundido, como si se tratara de
un suceso rutinario. Al intuir mi presencia, la mano de mi madre hizo un giro
en el aire y, palpándome la poso levemente sobre mi cabeza e inclinándose me
susurro al oído unas palabras apagadas: - ¡Cuidaras de tu hermano menor y no lo
abandonaras!, ¡Me lo prometes! - ¡Si, te lo prometo, cuidare de él! – Le
respondí – eres un buen hijo – me dijo y paso sus manos frías por mi cara. Era
una caricia, sin duda la última. Fue allí que note que estaba totalmente ciega.
Sus ojos se habían apagado antes que ella, estaban abiertos pero hallábase en
una total oscuridad. Tal vez una fuerte infección interna estaba dando fin a su
existencia. Yo tenía cinco años de edad y no razonaba acorde a las
circunstancias.
-¡Dale
lo que pida, que beba lo que desee! - Ah caray, ya que importa – dijo la
curandera, una anciana de cuerpo flaco y encorvado y con muchas arrugas en su
rostro severo. Su estentórea voz me despertó de mi ensimismamiento.
El
tiempo siguió su curso sin fin y pasaron cuatro años. Era verano y el ambiente
se presentaba extremadamente sofocante, pero los campos no se inmutaban y
siguen irradiando su natural verdor. El sol, en lo alto, se mostraba inclemente
en un cielo límpido de nubes y abajo, circundado por retazos de valle, el
pequeño pueblo con sus casitas tabuladas semejaban un cuadro de Cezanne.
Eran
raras las veces, en las vacaciones, que me reunida con mis amigos de infancia,
pero ese día lo fue; algunos eran compañeros del colegio y nos dirigimos al
rio. Rostros sonrientes y palabras ingenuas de niño, miradas encontradas de uno
y otro, ropas viejas y raídas, pies descalzos en un suelo que abrasaba. Uno de
ellos, de cuerpo enjuto y de cabeza cortada a cepillo, nos guiaba, ya que era
el más habilidoso en las incursiones al rio.
Algarrobos,
huarangos, sauces y otras especies de árboles se alineaban en los flancos del
sendero al rio y los pajarillos como siempre, cantaban en las copas de los árboles
en un piar y piar interminable; seguido, también, al unísono, por el cantar de
la paloma de monte – Cuculí, cuculí – parecía decir, hasta que, por fin, el
murmurante río apareció ante nuestros ojos con sus aguas cristalinas. En
determinados lugares, el lecho del río estaba cubierto de cantos rodados que le
daban al agua un color verde claro y en donde se guarecían infinidad de
camarones, que proliferaban en el verano como resultado del aumento del caudal.
Y, en las zonas donde solamente existía arena, el agua era transparente y
cristalina. La vegetación circundante, en su mayor parte, estaba matizada de
verde, desde el más oscuro hasta el más claro y el suelo se cubría de una
tupida gramínea que estaba esparcida por doquier, creando un paisaje singular.
Siempre,
acompañados del piar de las avecillas, nos sentamos a la orilla del río a
descansar, formando un círculo, cuando intempestivamente, del cerro Manchàn
llegó a nuestros oídos un ruido silbante y monótono que luego fue variando de
tono semejante al tañido de campanas. Esta paradoja se iniciaba al llegar las
dos de la tarde, coincidentemente cuando arreciaba el viento procedente del
mar. Siempre había sido así, desde que tuve uso de razón. Era incomprensible.
Después
de breves momentos, ingresamos al río y nos separamos de a dos; pero, como
éramos número impar, yo me quede solo y solo me aleje contra la corriente,
seguida de la risa de mis compañeros que se iban – No te vayan a llevar los
fantasmas – me dijo uno de ellos, hasta que sus voces fueron murmullos y se
apagaron paulatinamente. Cazaba los camarones con destreza y los iba colocando
en una bolsa que llevé especialmente para ello. Cuando me percate que había
avanzado un largo trecho, un temor súbito apodérese de mí, seguido de un
extraño escalofrío que inundo todo mi ser. Los arboles hacían caer sobre mi sus sombras gigantescas y yo los imaginaba
como monstruosas manos que trataban de cogerme; y, entonces, quise volver atrás
para reunirme con mis amigos, pero como yo era muy valiente y tenaz, seguí
avanzando.
El
agua, poco profunda, me llegaba hasta las rodillas, lo cual se prestaba a mi
labor, hasta que introduje la mano bajo una piedra y, sorpresivamente,
emprendió la huida un camarón de gran tamaño. Raudamente se alejó, tratando de
ocultarse en otras piedras; sin embargo, lo seguí por varios minutos, hasta que
se introdujo bajo una piedra grande que estaba justamente en el centro de una
pequeña represa de aguas más profundas, por lo que dudé en ingresar. La
improvisada represa había sido construida con troncos y ramas de árboles, por
los agricultores, con la finalidad de regar sus terrenos de cultivo y allí el
agua era levemente azul y transparente, y una que otra piedra se veía en su
interior.
Por
segunda vez, sentí temor, debido al ambiente lúgubre y porque también soplaba
un fuerte viento, volviéndose tenebroso el lugar y consecutivamente se extendió
un largo silencio. Los pájaros dejaron de cantar y gorjear y, en el rìo, se
escuchaba el leve golpe del aire contra el agua que dibujaba extrañas líneas en
forma de ondas que no permitían observar el fondo de éste. Meditando me quedé
un rato hasta que me zambullí resueltamente tras él e introduje la mano bajo la
piedra, pero se escurrió entre mis dedos, sin embargo, en un segundo intento atrapé
al camarón y fue allí que la enorme piedra cedió, aprisionándome una de mis manos
y causándome, a la vez un dolor insoportable. Yo apelé a todas mis fuerzas para
escapar de aquella trampa, pero todo esfuerzo fue inútil porque poco a poco me
fui agotando y consecuentemente me comenzó a faltar el aire. Entonces mi rostro
se contrajo de terror. Esporádicas burbujas entre un primer desvanecimiento
estallaron en mi cerebro. Me estaba ahogando y mi muerte era inminente; pero,
en un esfuerzo postrero, impulse con singular fuerza los pies para tratar de
liberar mi mano, no obstante, empecé a perder el conocimiento y me hundí con mi
agonía, ya vencido. Manos fuertes, como los de un gigante, me agarraron de los
pies y, al notar aquel, que una de mis manos yacía aprisionada bajo la piedra,
con uno de sus pies la removió desde su base y me deslizó en diagonal hasta
sacarme fuera del agua, en vilo. Me sostuvo en el aire por breves instantes,
como un pez cogido por un anzuelo, y enseguida se dirigió a la orilla. Hallàbame
semidesvanecido y, como si llegara de lejos, escuché su voz. - ¡Mocoso del demonio!
¿Qué estabas haciendo allí? - ¿Un poco más y te ahogas! – me increpó. Ya
calmado, prosiguió – Felizmente me percaté a tiempo. Dicen que este lugar está
encantado y también aseguran que vagan los espíritus por la orilla, cercano al
Manchàn, y señalando con su mano, me dijo: ¡Míralo!. El cerro de arena era gris
y desolado.
Luego
me llevó sobre sus brazos y, alejándonos del río, me dejó sobre el suelo de
gras tupido, que justamente estaba bajo la sombra de un enorme árbol de
algarrobo. Instantes después me quito la ropa y la tendió sobre unos arbustos,
y al notar que yo temblaba de frio me cubrió con un saco raído. Enseguida se retiró
y reunió ramas y hojas, encendiendo al instante una fogata a la que introdujo
varios choclos – frutos tiernos del maíz.
(Continua...)
El libro se encuentra en venta a S/ 10.00 c/ejemplar.
Pedidos:
Esta interesante, donde lo leo completo¡
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