Aniversario de su muerte
Hoy se cumple un año más de la muerte de Violeta Parra, la
artista más compleja e inigualable creadora que ha parido esta tierra extraña
llamada Chile.
Jimena Colombo
Hace 48 años, el 5 de
febrero de 1967, Violeta Parra al compás de su carácter y
las incomodidades que tuvo con la vida se suicidó en la carpa que
tenía instalada en La Reina.
Cuando recuerdo qué me
enseñó el colegio de ella, me da pena. Porque más allá de las clases de música
donde a uno le presentaban canciones como “Casamiento de Negros” o “Gracias a
la vida”, no había nada más que ese esfuerzo pobre e insuficiente del maestro
de música que trataba de hacer algo por presentarnos la obra trascendente
de la Viola. Le doy la razón a quienes denuncian que no se le
ha otorgado el rol y peso histórico que se merece, pues creo que el estudio de
su obra debería ser parte del programa educacional, sobretodo en un país que se
jacta de “lo nuestro”, de los éxitos ajenos y se acuerda de los músicos,
deportistas y de los grandes sólo cuando estos triunfan.
La Violeta que hizo
pronunciar el nombre de nuestro país en el mundo entero, no necesariamente es
la Violeta desesperada y dependiente de amores que sistemáticamente nos han
pintado. Violeta del Carmen Parra Sandoval es la mujer más importante en el
arte chileno y quien unió su arte avanzado a la política, se erigió desde
entonces como un personaje fuera de serie, incomprendido y rabioso con una vida
a que todas luces le quedó chica.
Documentos señalan que la
cantautora y multi-artista oriunda de San Fabián de Alico, en la octava región,
siempre prefirió la música antes del colegio. Debió sentirse ajena, incómoda y
encerrada en esas aulas santiaguinas que la recibieron cuando llegó a la
capital y se instaló en los barrios de Quinta Normal. Sus ojos de expresión
triste, nostálgica y a la vez de incierta lucidez, su puño ágil que bordaba y
desbordaba genialidad, captaron la realidad y pasajes del mundo como nadie
más ha podido hacer. El desdén con que miraba la miseria y el coraje con
que denunciaba las injusticias que hoy son acusaciones tan actuales como
justas, son signos de gallardía impecable y lucidez que colindó en la locura.
Violeta Parra, inspirada en
el campo y en la experiencia auténtica del folclore chileno, llevo el arte
propio de esta angosta y pobre faja de tierra a un nivel insospechado y de otro
orden que no se contaminó con su migración campo-ciudad sino todo lo
contrario. Le subió el pelo al canto popular que entonces era matizado con
otros acordes y compaces latinoamericanos y lo depuró hasta hacer de él, una
canción única que golpeó más tarde a todo el mundo. Mientras, su arte colorido
bordado en arpilleras inigualables las expuso como nadie más en ese tiempo, en
el Louvre de París, en mitad del siglo XX la obra de una sudaca en tierras
europeas. Violeta Parra es el folclore verdadero del pueblo chileno y no los
huasos Quincheros ni las cuecas simplonas que se tocan la semana que conmemoran
las hazañas de la burguesía que se replica década tras década en el poder.
El arte visionario de la
Parra más importante de Chile debiera enseñarse en la escuela, para que
aprendieramos de ella y su valor. Para que este pueblo dormido despertara con
el grito armonioso de la madre popular, para que el ritmo hipnótico de su
canciones nos empujara a luchar por Arauco en el sur, para que nadie más desnude
y violente en la plaza pública a un ladrón que es víctima y victimario y que en
el sistema se explican sus faltas. Para que la mirada de la Violeta nos
sirviera de reflejo y el descontento lo convirtamos en tesón, en lucha y
resistencia.
La Violeta Parra debió ser
una mujer increíble, indescifrable y altanera. Una revolucionaria genial que en
el arte volcó sus balas y sus amores. Violeta Parra debió dispararse hace 48
años porque la vida no le calzaba y en ese acto tan íntimo, sin embargo, dejó
un legado solidario que comprende su música, sus arpilleras, sus pinturas, su
discurso, sus maldiciones y canto de campo con porte de araucaria
milenaria.
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