jueves, 29 de noviembre de 2012

JOSÉ ANTONIO, SEÑOR¡ .- Autor: Antonio Della Rocca. (Italia)



¡JOSÉ ANTONIO, SEÑOR!


Le había preguntado como se llamaba, y la respuesta había salido fuerte y clara. Era un chinito de edad para mi indefinible, no menos de ocho y no más de once años, lo supe después por él mismo que tenía casi once.

Estaba vestido como todos los gamines, los muchachitos que vivían (¿vivían? mejor dicho sobrevivían, y tampoco siempre, más bien al contrario) en las calles de Bogotá, zapatos rotos, calcetines una vez sí y dos veces no, pantalón harapiento dos tallas más grande, algo que tuvo que haber sido una camisa a cuadros y la ruana, la prenda colombiana, hecha de una cobija de espesa lana con un agujero para meter la cabeza, que ampara del sol, de la lluvia y del frío.

Técnicamente, él ya no era un gamin. Esta palabra de origen francesa indicaba a los niños que a la edad de tres/cuatro años – sí, entendieron bien – salían por su propia voluntad de lo que llamaban casa para vivir en bandas en las calles de la Capital.

Pablo VI fue el inconsciente artífice de su diáspora en las otras grandes ciudades, donde el fenómeno no se conocía aun, cuando en 1968 viajó a Colombia por el 39° Congreso Eucarístico y el Gobierno, para no turbar con su vista al Ilustre Huésped no encontró mejor solución sino cargar a todos los gamines a los cuales logró echar mano en una larga hilera de camiones militares y despacharlos para otro destino. Un mes después los gamines habían vuelto a Bogotá, pero también existían en Cali, Medellín, Bucaramanga etc. ¡De verdad una fantástica idea!

En aquellos años recuerdo haber tenido la ocasión de echarle un vistazo a un documento extremamente reservado, en el cual un equipo de sicólogos franceses había estudiado el fenómeno, me imagino por encargo del Gobierno, donde se concluía que si un chico de aquella edad se ha marchado de su casa por estas motivaciones ya tuvo “heridas sicológicas sin posibilidad de cicatrización y de curación”, lo que equivale decir en términos científicos que a corto plazo los únicos remedios eran la deportación a una isla desierta o el napalm.

Pocos sobrevivían más que seis/siete años al frío húmedo y punzante de las noches bogotanas (hablamos de 2650 metros sobre el nivel del mar, y uno de mis recuerdos más atormentadores es el de los periódicos en que se enrollaban, dos a la vez, para dormir en los entrantes de los portones), al hambre, a las penurias, pero evidentemente aquella vida era para ellos más atractiva y más fácil (y tal vez, aunque parezca una blasfemia, más feliz) de la que hubieran podido tener en sus casas. Y esto explica porqué su número no disminuía no obstante una mortalidad muy alta.

Los sobrevivientes estaban preparados para todo y, como decía un amigo colombiano, esperaban diplomarse delincuentes menores al alcanzar los doce años, luego su vía estaba marcada ya, tarde o temprano una cuchillada de un compañero del hampa o un balazo de los tombos hubiera inexorablemente cerrado la partida.

Sin embargo José Antonio era distinto, él tenía un trabajo, cuidaba los carros, y lo hacía en una plazuela donde yo aparcaba a menudo el carro por las noches cuando iba a recoger a mi mujer y a una amiga suya al salir de la Alliance Française. Estaba en el centro, pero el centro de Bogotá no era un lugar muy seguro y yo apreciaba mucho que ahí estuviera un guardacarros, aunque fuera tan solo un niño. Además era simpático, tenía una jeta divertida, dos ojos negros, el pelo muy corto con un mechón en la frente y una sonrisa abierta.

Había sido él quien me había elegido la primera vez, cuando se había precipitado hacia mi sonriéndome: “Señor, ¿le cuido el carro?” Y como no, cuídalo bien, por favor, y le había dado un billete de a Peso cuando la propina media para el servicio estaba entre los 20 y los 40 centavos, pero a mí las moneditas en los bolsillos me fastidiaban. Le había preguntado su nombre y me había contestado fuerte y claro “¡José Antonio, señor!”, una simpatía recíproca inmediata.

Con el tiempo esto se convirtió en algo parecido a una amistad que no venía tan solo de mi generosidad de extranjero. El era curioso, me hacía preguntas, y yo era más curioso aún, pero no me arriesgué a pedirle que me contara su historia, así que charlábamos esperando a la señora y a la señorita, a las cuales hablaba con una sonrisa picara pero sin falta de respeto. Lo que más le gustaba era que yo le ofreciera un cigarrillo. Me imagino que para él podía ser una promoción social el estar sentado en el parachoques de mi carro fumando con un extranjero.

Algún día le pregunté: “José Antonio, yo sé que tu haces bien tu trabajo, a mi nunca me faltó un limpia brisas, nunca pasó nada, ¿pero cómo lo logras? Al final tú eres todavía un chinito, si viene por acá un ratero adulto ¿tú qué carajo puedes hacer?

Pues me miró como si yo hubiera dicho algo divertido, mas con un aire de compasión, como decir eres extranjero, eres platudo, eres alto y fuerte, pero no has entendido nada. Y me explicó con paciencia: “Señor, todos los que hurtan carros en el centro me conocen y yo los conozco a todos ellos. Si uno pasa por acá, me pregunta que carros estoy cuidando. Y yo le digo cuales no tiene che robar, más bien le digo que se lleve este, que es de un cabròn que nunca me da mi propina. Y si no me para bolas – pero esto no pasa, esté Usted tranquilo – lo mando matar. Es muy simple, señor.”

Y el mismo José Antonio que hubiera podido mandar matar a un pendejo que no se conformaba con las reglas del hampa sin pestañear, era el mismo que un día, viendo que mi mujer y su amiga que se habían quedado sin fósforos, se precipitó hacia el carrito más cercano donde vendían cigarrillos para luego darles candela y regalarles la caja de fósforos con cortesía de hidalgo.

Cada vez que reparo en ello, se me ocurre una canción de aquellos tiempo, El príncipe gamincito, cuyo estribillo decía:

" Recuerdo cuando pedías
Déme cinco por amor a Dios,
Déme cinco… y lo olvidaste
Porqué nadie te los dio”.

Unos cuantos años después tuve que volver a Bogotá por asuntos de trabajo y me quedé unas cuantas semanas. Un día decidí alargar mi recorrido habitual para pasar delante de la Alliance Française. Allá estaba todavía un chino cuidando los carros. Me acerco a la acera, lo llamo, este viene a la carrera, le suelto un billete de 5 Pesos (la inflación corre…) y le digo: “Oye, hace unos diez años estaba acá un chino como tú, hacía tu mismo trabajo, se llamaba José Antonio. Por casualidad, ¿sabes algo de el?”

Este toma el billete, me mira con el mismo aire de compasión de José Antonio y me contesta: “No sé, señor. Habrá muerto.”

Claro, habrá muerto. Vaya pregunta boba.



©  Antonio Della Rocca




NOTA: Mi amigo Antonio es un reconocido escritor italiano, y es actualmente el Presidente 
             del PEN de Trieste . Italia. Años trabajó en la hermana República de Colombia de
             ahí su manejo del idioma español. 

Dr. Antonio Della Rocca 
President of Trieste PEN Centre
Member of the Board of PEN International

Via Udine 3 - 34132  TRIESTE (Italy)



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