¡JOSÉ
ANTONIO, SEÑOR!
Le había preguntado
como se llamaba, y la respuesta había salido fuerte y clara. Era un chinito de
edad para mi indefinible, no menos de ocho y no más de once años, lo supe
después por él mismo que tenía casi once.
Estaba vestido como
todos los gamines, los muchachitos que vivían (¿vivían? mejor dicho
sobrevivían, y tampoco siempre, más bien al contrario) en las calles de Bogotá,
zapatos rotos, calcetines una vez sí y dos veces no, pantalón
harapiento dos tallas más
grande, algo que tuvo que haber sido una camisa a cuadros y la ruana, la prenda
colombiana, hecha de una cobija de espesa lana con un agujero para meter la
cabeza, que ampara del sol, de la lluvia y del frío.
Técnicamente, él ya
no era un gamin. Esta palabra de origen francesa indicaba a los niños que a la
edad de tres/cuatro años – sí, entendieron bien – salían por su propia voluntad
de lo que llamaban casa para vivir en bandas en las calles de la Capital.
Pablo VI fue el
inconsciente artífice de su diáspora en las otras grandes ciudades, donde el
fenómeno no se conocía aun, cuando en 1968 viajó a Colombia por el 39° Congreso
Eucarístico y el Gobierno, para no turbar con su vista al Ilustre Huésped no
encontró mejor solución sino cargar a todos los gamines a los cuales logró
echar mano en una larga hilera de camiones militares y despacharlos para otro
destino. Un mes después los gamines habían vuelto a Bogotá, pero también
existían en Cali, Medellín, Bucaramanga etc. ¡De verdad una fantástica idea!
En aquellos años
recuerdo haber tenido la ocasión de echarle un vistazo a un documento
extremamente reservado, en el cual un equipo de sicólogos franceses había
estudiado el fenómeno, me imagino por encargo del Gobierno, donde se concluía
que si un chico de aquella edad se ha marchado de su casa por estas
motivaciones ya tuvo “heridas sicológicas sin posibilidad de cicatrización y de
curación”, lo que equivale decir en términos científicos que a corto plazo los
únicos remedios eran la deportación a una isla desierta o el napalm.
Pocos sobrevivían
más que seis/siete años al frío húmedo y punzante de las noches bogotanas
(hablamos de 2650 metros sobre el nivel del mar, y uno de mis recuerdos más
atormentadores es el de los periódicos en que se enrollaban, dos a la vez, para
dormir en los entrantes de los portones), al hambre, a las penurias, pero
evidentemente aquella vida era para ellos más atractiva y más fácil (y tal vez,
aunque parezca una blasfemia, más feliz) de la que hubieran podido tener en sus
casas. Y esto explica porqué su número no disminuía no obstante una mortalidad
muy alta.
Los sobrevivientes
estaban preparados para todo y, como decía un amigo colombiano, esperaban
diplomarse delincuentes menores al alcanzar los doce años, luego su vía estaba
marcada ya, tarde o temprano una cuchillada de un compañero del hampa o un
balazo de los tombos hubiera inexorablemente cerrado la partida.
Sin embargo José
Antonio era distinto, él tenía un trabajo, cuidaba los carros, y lo hacía en
una plazuela donde yo aparcaba a menudo el carro por las noches cuando iba a
recoger a mi mujer y a una amiga suya al salir de la Alliance Française.
Estaba en el centro, pero el centro de Bogotá no era un lugar muy seguro y yo
apreciaba mucho que ahí estuviera un guardacarros, aunque fuera tan solo un
niño. Además era simpático, tenía una jeta divertida, dos ojos negros, el pelo
muy corto con un mechón en la frente y una sonrisa abierta.
Había sido él quien
me había elegido la primera vez, cuando se había precipitado hacia mi
sonriéndome: “Señor, ¿le cuido el carro?” Y como no, cuídalo bien, por favor, y le había
dado un billete de a Peso cuando la propina media para el servicio estaba entre
los 20 y los 40 centavos, pero a mí las moneditas en los bolsillos me
fastidiaban. Le había preguntado su nombre y me había contestado fuerte y claro
“¡José Antonio, señor!”, una simpatía recíproca inmediata.
Con el tiempo esto se convirtió
en algo parecido a una amistad que no venía tan solo de mi generosidad de
extranjero. El era curioso, me hacía preguntas, y yo era más curioso aún, pero
no me arriesgué a pedirle que me contara su historia, así que charlábamos
esperando a la señora y a la señorita, a las cuales hablaba con una sonrisa
picara pero sin falta de respeto. Lo que más le gustaba era que yo le ofreciera
un cigarrillo. Me imagino que para él podía ser una promoción social el estar
sentado en el parachoques de mi carro fumando con un extranjero.
Algún día le pregunté: “José
Antonio, yo sé que tu haces bien tu trabajo, a mi nunca me faltó un limpia brisas, nunca pasó nada, ¿pero cómo lo
logras? Al final tú eres todavía un chinito, si viene por acá un ratero adulto
¿tú qué carajo puedes hacer?
Pues me miró como si yo hubiera
dicho algo divertido, mas con un aire de
compasión, como decir eres extranjero, eres platudo, eres alto y fuerte, pero
no has entendido nada. Y me explicó con paciencia: “Señor, todos los que hurtan
carros en el centro me conocen y yo los conozco a todos ellos. Si uno pasa por
acá, me pregunta que carros estoy cuidando. Y yo le digo cuales no tiene che
robar, más bien le digo que se lleve este, que es de un cabròn que nunca me da
mi propina. Y si no me para bolas – pero esto no pasa, esté Usted tranquilo –
lo mando matar. Es muy simple, señor.”
Y el mismo José Antonio que hubiera
podido mandar matar a un pendejo que no se conformaba con las reglas del hampa
sin pestañear, era el mismo que un día, viendo que mi mujer y su amiga que se
habían quedado sin fósforos, se precipitó hacia el carrito más cercano donde
vendían cigarrillos para luego darles candela y regalarles la caja de fósforos
con cortesía de hidalgo.
Cada vez que reparo en ello, se
me ocurre una canción de aquellos tiempo, El príncipe gamincito, cuyo
estribillo decía:
" Recuerdo cuando pedías
Déme cinco por amor a Dios,
Déme cinco… y lo olvidaste
Porqué nadie te los dio”.
Unos cuantos años después tuve
que volver a Bogotá por asuntos de trabajo y me quedé unas cuantas semanas. Un
día decidí alargar mi recorrido habitual para pasar delante de la Alliance Française.
Allá estaba todavía un chino cuidando los carros. Me acerco a la acera, lo
llamo, este viene a la carrera, le suelto un billete de 5 Pesos (la inflación
corre…) y le digo: “Oye, hace unos diez años estaba acá un chino como tú, hacía
tu mismo trabajo, se llamaba José Antonio. Por casualidad, ¿sabes algo de el?”
Este toma el billete, me mira con
el mismo aire de compasión de José Antonio y me contesta: “No sé, señor. Habrá
muerto.”
Claro, habrá muerto. Vaya
pregunta boba.
© Antonio
Della Rocca
NOTA: Mi amigo Antonio es un reconocido escritor italiano, y es actualmente el Presidente
del PEN de Trieste . Italia. Años trabajó en la hermana República de Colombia de
ahí su manejo del idioma español.
Dr. Antonio Della Rocca
President of Trieste PEN Centre
Member of the Board of PEN International
Via Udine 3 - 34132 TRIESTE (Italy)
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