viernes, 21 de septiembre de 2012

LA REPRESENTACIÓN DE LA VIOLENCIA. Autor: Julio Ortega.

La representación de la violencia

Julio Ortega
Brown University

Ninguna consideración de la violencia puede empezar hoy sin denunciar la matanza de mujeres en ciudad Juárez. Más de 200 mujeres jóvenes han sido brutalmente asesinadas en los últimos cinco años, y aunque hay especulaciones de todo orden, todavía no hay respuestas - mucho menos inculpados. Una cosa sí sabemos: la materia de la violencia es el cuerpo de la mujer. En Juárez es el cuerpo mutilado y arrojado, literalmente, a los basurales; pero no menos violenta es la representación de ese cuerpo en el video de la banda grupera o rapera, en la publicidad y el cine. Las pestes del machismo y el racismo cunden en América Latina, con venganza, porque se han sobrenaturalizado; pero no sólo en América Latina, porque hoy la violencia es el subtexto de la globalidad. Walter Benjamín dijo que la prostituta era la alegoría de la mercancía en el siglo XIX parisino; hoy lo es cualquier mujer. Y, para el caso, cualquier cuerpo vivo.
¿Cómo representar esta materia de la violencia, este cuerpo que tiene menos valor que la moneda? Algunos artistas y escritores parecen creer que directa e inmediatamente, esto es, en toda su crudeza. Pero como toda representación está hecha de mediaciones, la literatura de la violencia corre el riesgo de su interpretación. La representación más descarnada podría ser un acto de violencia ella misma. Incluso, su manipulación, tal como ocurre en los "reality shows;" y peor aún, su conversión en mercancía irrisoria: cuanto más miserable, más valiosa. No en vano esa es la regla de representación de la pornografía: pretender la transparencia de su inmediatez. Si no me equivoco, la actual delectación con la prolijidad de la violencia, la miseria y el dolor (niños asesinos, ciudades del crimen, arte de crónica roja) no termina sin culpa en el mercado de la buena conciencia, el exotismo y hasta el bestselerismo. Los novelistas, dijo Vargas Llosa, son como buitres: se alimentan de carroña. Pudo añadir que la novela de éxito no suele compartir el luto. Por eso, construir una mirada sobre la violencia es el dilema ético actual, porque supone asignarle un lugar a quien encarna la exclusión y desencarna el sistema; esto es, darle un valor a su agonía. Irónicamente, nuestros muertos hacen, por nosotros, el trabajo del luto. Como dice la pareja de viejos cuyo único hijo ha sido asesinado por la policía en una novela de García Márquez: "Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo." La violencia, al final, es un desgarramiento del tejido del discurso; por eso es impensable, y pone en duda nuestra capacidad de registro. Ese balbuceo es su lenguaje.

Cuando trató de dar cuenta de la violencia colonial, el cronista andino Felipe Guamán Poma de Ayala acudió a una paradoja. Escribió que en el Perú había tanto dolor que era cosa de reír. Me llamó la atención que un personaje de Beckett esperando por una respuesta que no llega, anunciar estar "Llorando para no reír." La violencia, en efecto, es un escándalo del pensamiento, y la paradoja y el absurdo refieren su radical disrupción.
Leyendo la revista limeña "Quehacer," hacia 1984, en Austin, me conmovió la foto de un dirigente campesino cuyo cuerpo torturado y quemado había sido recuperado por el sindicato y exhibido para denunciar su asesinato en manos de la policía. La foto mostraba un residuo humano negro y calcinado, casi un muñeco macabro, una figura tan dolorosa como grotesca.
Pensé de inmediato que ese cuerpo representaba a la violencia en su extremo absurdo. O como decía Bataille, en tanto "exceso de nada". Imaginé entonces que el campesino despertaba en el lenguaje y que, recuperadas las palabras, salía en pos de sus huesos para darse sepultura. Ese relato se desarrolló como una peregrinación del muerto entre las varias violencias peruanas: mi personaje se encontraba con Sendero Luminoso, el ejército, los contrabandistas de la droga, y los antropólogos...Unos lo querían volver a matar, otros reclutar, y otros exhibir como modelo peruano de la muerte. "Adiós Ayacucho" es una novela breve, seguramente una sátira, dado su carácter demostrativo, pero también un intento de construir una licencia de la representación (casi una "suspensión de la credibilidad") como comedia moral, como la irrisión del cuerpo despojado de explicaciones.

El libro salió en 1986, en la editorial Mosca Azul, y poco después fue traducido al inglés por Edith Grossman y publicado por The Latin American Literary Review, la heroica "small press" de Ivette Miller en Pittsburg. Una de las reseñas que leí decía que la novela era a veces "heavy handed," pero supongo que se refería a la violencia misma, que carga siempre las tintas.
Pero cuando el grupo Yuyachkani me escribió anunciándome que habían convertido ese relato en un monólogo teatral, creí que finalmente el cuerpo divagante de mi pobre héroe había encontrado su escenario más natural: representado por un actor capaz de darle vida a un muerto, este cuerpo cojo, tuerto y manco ganaría su mayor voz y mejor paso. Yuyachkani no sólo es el más valioso grupo teatral peruano sino un equipo de exploración entrañable del imaginario cultural peruano y latinoamericano, cuya práctica de taller, producción colectiva, y nomadismo artístico se avenían con mi propia concepción de la vida intelectual como imaginación crítica. Alfredo Cánepa, en mi relato, había recorrido el Perú y hasta hablado en inglés; pero en la versión de los Yuyas recorrió el mundo, y adquirió una nueva vida, ya no sólo como respuesta a la violencia sino como última alegoría de la migración andina, la de los desaparecidos en manos de las fuerzas represivas, cuyos cuerpos ahora mismo se siguen desenterrando, para que la memoria no sólo sea ceniza.

En Berlín, Río de Janeiro, La Habana, Manizales, la Universidad de Kansas, entre varios otros lugares, la pieza fue perfilando su mejor definición, ya que los Yuyas siguen componiendo sus obras en el proceso de su exhibición. Supongo que las dan por concluidas cuando es hora de abandonarlas. No pude ver la puesta en escena sino hasta 1991, cuando vino a Nueva York. La vi la segunda de las dos noches que estuvo en el teatro Pregones del Bronx. Me contaron los Yuyas que la noche anterior, Sendero había estado en la sala, y que cuando se hizo la declaración contra Sendero (un gesto de protesta contra la violencia dentro de la violencia, que yo había cuidado en dejar claro) se escuchó en la sala el ronquido "Sen-dero-Sen-dero..." Los Yuyas habían recibido amenazas de muerte pero no dejaron de hacer su propio camino, el de las recuperaciones de una vida peruana capaz de responder a la matanza.

Debo decir que la versión de los Yuyas es más intrigante porque es una andinización del relato, que yo concebí más del lado nacional, allí donde operan las agencias de la violencia. Por eso, su versión es más trágica que la mía, más tierna que sarcástica, y por eso más solemne y conmovedora. Al final, estas dos versiones son dos modos de leer una foto, la de un cuerpo desmembrado que de pronto se echa a andar. El cuerpo mismo, creo yo, es ilegible; la foto, incongruente, por trágica y grotesca a un tiempo.
Nuestras versiones, en cambio, son alegorías de una lectura, modos de representar lo irrepresentable, de preguntar sabiendo que cualquier respuesta disputa el sentido de la violencia.
Quiero creer que uno pregunta por la vida, no por la muerte, que es inadmisible. La violencia no es una fatalidad cultural, salvo en el neo-racismo de los imperios de turno, que la practican a favor de sus discursos. La violencia, quiero decir, es una práctica política, contra el cuerpo del otro, deshumanizado de su valor natural. Su juicio, como vio Benjamins, pertenece al derecho (a los derechos humanos, a esa jurisdicción internacional) y a la ética, a la mutualidad del sujeto. Como en tantas cosas, la cultura latinoamericana nos revela sus propias respuestas, que se nos imponen como reelaboraciones de la violencia, en el decorado barroco y la artesanía nomádica, en los mitos mesiánicos de cuerpos restituidos (como Inkarrí) y en las leyendas de cuerpos desaparecidos (como el Pishtako); en esas artesanías, relatos y canciones vemos la humanización de una violencia culturalmente negociada. Después de todo, lo extraordinario no es sólo la permanente matanza de campesinos; lo extraordinario es que sigan vivos.
Pero esta respuesta mía no es mero voluntarismo sino una propuesta característica tanto de mis exploraciones como de los ensayos de Yuyachkani; esto es, una opción política por el taller.


BIOGRAFÍA:

(Yaután - Casma, Perú, 1942) Crítico, ensayista, profesor, poeta y narrador peruano cuya obra de pensamiento es una de las más importantes de América Latina, por sus lúcidas reflexiones acerca de la literatura y sus relaciones con la historia y la sociedad.
Profesor en Brown University, y en diversas universidades americanas y europeas, vive en Estados Unidos desde hace treinta años, aunque también ha residido por períodos en Barcelona, Londres, Lima, México y Caracas. Entre sus múltiples publicaciones críticas sobresalen El discurso de la abundancia (1992), Una poética del cambio (1992), Arte de innovar (1994), Retrato de Carlos Fuentes (1995), El principio radical de lo nuevo(1997) y Caja de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno (2000).

Respecto a su obra narrativa, pueden citarse el libro de cuentos Las islas blancas (1966) y la novela Mediodía (1970). Su labor como antólogo ha sido fundamental para la promoción de jóvenes escritores latinoamericanos de variadas tendencias y nacionalidades, a través de títulos como Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI (1997) y otro volumen similar que en la misma fecha dedicó a los poetas.




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