miércoles, 27 de junio de 2012

"EL ALGARROBAL" .- Autora: Estela Farromeque



EL ALGARROBAL
(Cuento)


¡No tiren piedras! ¡No le tiren piedras a la niña Luisita!, grito enfurecida doña Clara, levantándose del sillón en que cómodamente dormía la siesta; abrió la reja blandiendo una rama de membrillejo con que espantaba los mosquitos.
-¡Fuera! ¡Fuera de aquí! Dejen a la niña Luisita.
Una decena de irónicas carcajadas respondió a la anciana.
-Niña, dice… ja, ja, ja… la niña Luisita.
El grupo de mataperros con la bocas amarillas denunciando el robo de mangos en las huertas vecinas tenían acorralada a “la loca”, mujer de estatura pequeña y delgada con abundante cabello plomizo sujeto con largas espinas a manera de peinetas, cuya figura recargada de colorines provocaba la hilaridad de los muchachos, esta vez acobardados ante la intervención de doña Clara, la abuela de los Ponce y los Morales: los niños ricos del pueblo.
Se disgregaban los rapazuelos, por temor a la pudiente señora, más que por compasión a la desvalida, dando paso a aquello que 40 años atrás quedó esculpido en las cortezas de los árboles donde se agitaron las vidas de quienes, rozando unas veces, y otras a la sombra de ellos, fueron dejando las vibraciones de sus canciones y sus risas, sus esperanzas y sus derrotas, impregnadas, o más bien adentradas al corazón de los troncos añosos. Un puñado de vidas discurrieron en ese enorme campo apretujado de algarrobos hasta donde voló la imaginación de doña Clara, hablando ya sin temor de ser oída, pues de todo aquello sólo quedaba ese guiñapo: “la loca”.

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“Manuel Méndez, el sólo pronunciar su nombre otrora equivalía a decir dinero, estirpe, poderío. Dueño de casi todo el valle; las 4 haciendas más importantes eran suyas, el mejor ganado, los trabajadores más expertos a su servicio. Un hogar confortable heredado de sus antepasados, provisto de gruesas palanganas y jarras de plata bien pulida; un enorme cofre forrado en cuero instalado sobre un poyo en el rincón de su alcoba, en el que relucían en miliunanochesca profusión perlas, brillante, zafiros, etc., engarzados en collares o en gruesas pulseras y dormilonas, motivo de vanidad para el afortunado poseedor de tal joyero, que como parte de los agasajos a sus visitantes se contaba la demostración de las joyas.  Una esposa bondadosa, doña Mercedes Flórez, de vida ajustada a la ley de Dios y dos hijas hermosas con la alegría festiva que imprime la vida campesina, conformaban el potencial afectivo del dueño de “Antibal”.

Ardua labor para don Manuel la de encontrar partido para María Luisa y Rosa María, las “niñas de sus ojos”, difícil, por ser él tan encopetado, como que era descendiente directo de don Gaspar Méndez de Liñán, noble español de rancio abolengo, cuyo enorme retrato ocupaba sitio preferencial en la cuadra, constituyendo su mayor satisfacción mostrar aquella pintura de rostro alargado y enormes patillas negras, que, desde el cuadro, sonreía escuchando los elogiosos y falseados comentarios de su orgulloso descendiente.

Envanecido de su origen, miraba por encima del hombro a quienes no ostentaban título nobiliario. Fatuo, intolerante: “ojo por ojo, diente por diente” escucharon más de una vez los allegados a “Antibal”.  Todo debería marchar en línea recta y ¡ay! del que cayera en falta, equivalía a verse alejado para toda la vida de aquellos lares; única alternativa en este caso: marcharse lejos o sufrir las hostilidades de ese hombre tan severo, más que severo, cruel.

De tiempo atrás se mantenía alejado de Renato Guzmán, dueño de un pequeño fundo colindante; exento de prosapia distinguida, de cofre de alhajas heredado y del peso de la desgracia ajena… poseedor sí de la cultura que le faltaba al vecino. En sus mocedades tuvo éste la osadía de pretender a Margarita (una de las cuatro hermanas que se quedaron solteras, por haberlas requerido hombre de linaje inferior) o más bien –al decir de la gente- por las intrigas del ambicioso don Manuel, que lo hicieron dueño absoluto de las cuatro haciendas.

-“Un cualquiera, sin ascendencia de godos ¡no faltaba más! ¡un forastero! Un pobretón que lo trajo mi padre para llevar la contabilidad de la hacienda” – gritaba furioso- “100 veces es preferible que se quede soltera”, y así fue, Renato Guzmán se unió a otra, en cuyo matrimonio tuvo dos hijos que estudiaban medicina y derecho en Lima.  Todas las fatigas del laborioso hombre estaban encaminadas al exclusivo fin de verlos un día convertido en señores profesionales.

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El fuerte odio de Manuel Méndez, retribuido por el colindante, les impidió volver a mirarse las caras, desde 25 años atrás, en que discutieron por el deslinde de sus tierra, acudiendo entonces Renato a la fuerza pública, conocedor del talante de su contrincante, única forma de hacer respetar sus derechos; injuria que no alcanzó perdón, ni siquiera fue atenuada por el correr de los años.  La insolencia de haber buscado en la justicia solución a las diferencias surgidas entre ellos la juzgó falta de tal magnitud que no pudo olvidar y una tapia bien alta separó desde ese día los linderos señalados por la ley a cada uno de los litigantes; más alta aún la muralla alzada para siempre entre esas dos vidas.  Ambos traficaban diariamente por el algarrobal, camino obligado para salir a la carretera, pese a lo cual, ni ellos, ni los suyos, volvieron a mirarse.  Los peones al servicio del rico tenían también el respectivo grado de superioridad sobre los que trabajaban para el menos favorecido por la suerte.

La apacibilidad del algarrobal revolucionada por el devenir de los años, daba paso ahora a los hijos de ambos llenando de alegría su espesura…

Muchas veces se encontraban en ese trajín incesante, sin que el arraigado desprecio imbuido por sus progenitores les permitiera mirarse.

A la casa de las Méndez llegaba la flor y nata de los alrededores.  Rosa María era la elegida de Francisco Gómez, el hijo del hacendado de “Tabón”, pretendiente que contaba con la anuencia de don Manuel.

¡Un muchacho decente!, repetía frotándose las manos, ¡con bastante plata! ¡Esto es un buen partido! … Ya llegará otro igual para mi Luisita, tan alhaja como su hermana.

Las 6 de la mañana sonaron en ese reloj colgado en el mismo sitio, desde que don Manuel pudo mirar y allí prendido precedía el tráfago de los moradores que se iban sucediendo; el sonido de esa campana los empujaba unas veces y otras los detenía…

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Mañana luminosa, en la que sólo se escuchaba el crepitar de las hojas bajo las pisadas de Luisita encaminándose al corralón, en busca del caballo que la llevaría a aumentar la cabalgata de ese paseo a “Las Lomas” y, extraño le pareció ver venir en sentido opuesto, junto a don Renato, un mozo de figura flexible, alto más bien; debe ser uno de los hijos que estudian en Lima –pensó- y esta vez sintió curiosidad de mirar a los “despreciables”.  El destino acababa de reconciliar en ellos a sus antecesores. Ambos ocultaron su falta.  Llegó el día en que Renato, como todos los años, retornó a continuar sus estudios.

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Fiesta grande en “Antibal”, se festejaba el matrimonio de Rosa María.  Alegría contagiosa, alegría campesina que brota del hondo del corazón y prende fácilmente en todos los labios, repiqueteando, trasmitiéndose sonora en risas francas, jubilosas. Brindis incesantes por la novia presente y por la futura…
-Ahora falta Luisita ¡por ella!
La alusión fustigó el rubor enrojeciéndole la cara.  Muy cerca estaban los ojos de Carlos Ríos quien con frecuencia le venía hablando de su amor. Por otro lado los conceptos elogiosos de su padre:
-Ahí está, Carlos es un gran muchacho, con una gran hacienda, agricultor como su padre, me gustaría para ti.

Luisa conocedora de la tenacidad del autor de sus días cuando trataba de llevar adelante sus proyectos, prudentemente calló.  Un cerco de hierro la ajustaba fuertemente, dos hombres exigían su decisión, hasta que una tarde resolvió don Manuel por sí solo:
-Bueno Luisita, he consentido en tu matrimonio con Carlos, ¿qué mejor partido quieres hijita? ¡Excelente muchacho! La juventud se va pronto, no te vaya a pasar como a tus tías que por tanto escoger se quedaron las cuatro solteras. Ya está todo arreglado para los primeros meses del año entrante.

La presión de ese hierro candente con que marcaban el ganado de su padre, la sintió en carne propia, el dolor la enderezó violentamente saliéndole al encuentro con los puños crispados:
-¿Por qué me he de casar con Carlos si no lo quiero? ¿Por qué? ¿Por qué eres tan malo?
Manuel Méndez quedó paralizado ante tan insubordinada reacción.  La actitud equivocada de su hija despertó en él un sentimiento de conmiseración que lo impulsaba a prodigarse en frases benévolas:
-Mira, hijita, tú tienes 19 años y no sabes lo que te conviene para eso estamos los padres; aprende de tu hermana que siguió mi consejo y ya ves lo feliz que está.  La mano extendida intentó acariciarla, ante el rechazo de Luisa que huía igual al venado cercado en la jauría, Manuel Méndez se rascó la cabeza.

-Vaya, vaya, ¿qué le pasa a esta muchacha? La culpa es de Mercedes que la engríe tanto.
Luisa abrazada a su madre gritaba con toda la fuerza de su rebelión interior:
-No me casaré con él ¡no lo quiero!
La bondadosa señora –sin mayores alcances imaginativos- se empeñaba en consolarla:
-No te pongas así hijita, no es para tanto, no contraríes a tu padre, ya conocer como es ¿por qué no te gusta Carlos? ¡Tan buen muchacho! Con tan buena situación económica.  Poco a poco lo irás queriendo y muy cerca del oído deslizó la frase posible de tranquilizarla: Así me casé yo también… Clara, prepara una tacita de cedrón para la niña – ordenó doña Mercedes-. Eso te hará bien hijita, estás nerviosa.

No se hizo esperar el ingreso de una taza humeante en las manos de Clara.
-Toma niñita, es una gran cosa para el corazón.
La señora miró con desagrado a la intrusa, ordenándole en tono acre:
-Anda, vete, nadie ha pedido tu opinión.

La figura de Clara se perdió a lo largo del patio repitiendo entre dientes: ¡Canallas! quieren casarla contra su voluntad ¡pobrecita! A partir de ese día se convirtió en aliada de la niña. Los problemas de esa casa eran suyos también, los tomaba así porque no conoció otro hogar que ese. Al morir su madre, una de las muchachas que servían allí; ella quedó de pocos día de nacida y fue doña Merceditas quien se preocupó de hacerla crecer. Injusta sería si se quejara; en sus años de infancia asistió a la escuela del pueblo.  Siempre tuvo todo lo que necesitó y ahora lo estaba señalado Máximo Morales, el mayordomo, para desposarla; menos mal que crecieron amándose y esta unión sería la legitimidad para seguir unidos.

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Los enormes vasos ordenados sobre la mesa y don Manuel con el sombrerón en las manos abanicándose incesantemente, indicaban el retorno del verano.  Proverbial era ese ante preparado por las manos  de doña Mercedita, para esto a los árboles de tumbos y guanábanas se les dispensaba cuidado preferencial por ser frutos irremplazables en la preparación de aquella bebida. Allí se veía sentada al ama de casa durante las primeras horas de la mañana delante de una mesa repleta de fruta olorosa y madura, que poco a poco quedaba convertida en cuadritos simétricos; 4 ó 5 enormes fuentes se utilizaban en la preparación de la consabida bebida destinada a saciar la sed de moradores y visitantes de “Antibal”.

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Volvió el verano con su pujanza arrolladora y bajo los algarrobos se volvieron a encontrar.  Ella le contó la verdad, la inhumana verdad: era la novia de Carlos Ríos ¡no lo pudo evitar! Su padre disponía de la voluntad de toda la familia. Renato se rebeló:
-¡No lo toleraré! huiremos, te llevaré a Lima, nos casaremos allá.
La propuesta fue un destello de esperanza en su descorazonamiento.

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Una inquietante sospecha obligaba a Clara a vigilar. La evidencia estaba descartada, pero ¿quién sería? hasta que esa noche resolvió seguirla.  Satisfecha su curiosidad quedó estupefacta: se reunía con el Renato, el hijo del “despreciable”. El secreto fue guardado como propio.
           
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Eso que Mateo, el seguidor de agua, le dijo en la mañana tenía meditabundo a don Manuel:
-Están penando patrón, a la madrugada una sombra cruza por el algarrobal y se pierde por la tapia de don Guzmán, unas veces pasa a caballo y otras a pie, los pelos se me ponen de punta patroncito ¡achichi! hazme reemplazar.
Manuel Méndez quedó inmóvil, callado.
La duda que infiltró en su mente la narración de Mateo lo tenía insomne. A través de sus años de existencia se había extralimitado en crueldad. Un descontento enorme lo embargaba ahora que la memoria se obstinaba en verificar un reajuste.  La verdad se erguía, pese a su costumbre, diríamos más bien, al hábito de acallarla, la conciencia lo estaba acusando.  Efectivamente, más de uno murió por su culpa ¿cuál estaría penando? Se resolvía en la cama sin poder conciliar el sueño atormentado por recuerdos a los que antes no diera importancia. ¡Bah! Fue gente sin ningún valor; mejor sería levantarse para no pensar. Cogió su revólver y bajó al camino. Una secreta fuerza lo empujaba y su pensamiento escapó a media voz:
-Veremos si yo también veo la sombra que pasa.
Un rumor de voces quedas lo detuvo; aguzó el oído avanzando anhelante y frente a él, Luisita como ánima del otro mundo.
-¡Perdón papacito, yo tengo la culpa!
El revólver brillaba a la claridad de la luna.
-Con… con “ese”, con el hijo del “despreciable”, ¡qué vergüenza!
Dos tiros bastaron para cercenar las ilusiones de su hija. Clara que siguiera sus pasos se hizo presente.
-¡Mi señor! ¿Qué ha hecho?
-¡Silencio! Y ay de ti que cuentes lo sucedido. Cuida al muerto, voy a traer una manta para cubrirlo. Atónita la muchacha miraba a Luisa dialogar con el cadáver. En el caballo de Renato y con la ayuda de Clara, Manuel Méndez acondicionó su macabra carga; caminó hora y media hasta llegar al rugiente río que lo liberaría de ella; ese río que para todos arrastró ese año una vida útil: al hijo de Renato, a Renatito que estudiaba medicina y solía venir a pasar vacaciones al calor del hogar.

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Las frases de condolencia de allegados y amigos distraían un tanto a Renato Guzmán del desconsuelo que lo embargaba.  Allá en un rincón de la sala se retorcía las manos: ¡Pobre mi hijo! ¡El Santo se lo tragó! No sé porque se empeñaba en seguir el agua, si había quien lo hiciera ¿pobrecito! Ni su  cadáver se encontró; confiaba en que el zaino nadaba tan bien y esta vez la palizada los envolvió a los dos.

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Años en blanco para Manuel Méndez, años de tristeza curando a Luisita que sin causa justificada perdió la razón; viajes a Lima; largas estadías; regresos intempestivos con los ojos de su hija mirando siempre el vacío.

Se eclipsaba la vida del dueño del “Antibal”, corrió la noticia por todo el valle.
Máximo Morales, el mayordomo, en voz baja enteraba a Damián:
-El patrón se muere, hace tres días que está en agonía y no puede llegar a la presencia de Dios, dicen que necesita ser perdonado… ¿por quién será? Y ante la expectación general fue Renato Guzmán, la persona que pudo darle maravillosa gracia de la serenidad para partir. Fue el “despreciable” quien después de escuchar estupefacto su crimen lo reconfortó con palabras de perdón, de esperanza en la magnanimidad del Señor.

El esplendor de “Antibal” tocó a su fin. El marido de la niña Rosa María a quien no le gustaba vivir en el campo, vendió todo a precio irrisorio para adquirir propiedades en Lima, aprovechó entonces Máximo Morales, casado con Clara, para comprar esas 50 fanegadas que años después lo hicieron nuevo rico.

Esas tierras que se sucedieron por más de dos siglos como legado de honor, pasaron a manos de forasteros, agricultores modernos sin amor a ella, inteligentes en su explotación. Las hectáreas cubiertas de algarrobos fueron convertidas en toneladas de carbón; los tractores reemplazaron a los bueyes y los automóviles a los caballos, pero, en el mes de marzo cuando la luna ilumina aquella extensión que fuera el algarrobal, pasa siempre corriendo Renato Guzmán.

La rama de membrillejo vibró en el aire inútilmente ya. El grupo jolgorioso de desarrapados la miraban con los ojos húmedos y la risa ausente de los labios.




Estela Farromeque
(Del libro: "En el cause del Santa")
Escritora casmeña de fina estirpe









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