RECONOCIDO INTELECTUAL CASMEÑO, HONRA LA CULTURA CASMEÑA
Julio
Ortega
(Casma, Perú, 1942) Crítico, ensayista, profesor, poeta y narrador
peruano cuya obra de pensamiento es una de las más importantes de América
Latina, por sus lúcidas reflexiones acerca de la literatura y sus relaciones
con la historia y la sociedad.
Profesor en Brown University, y en diversas universidades americanas
y europeas, vive en Estados Unidos desde hace treinta años, aunque también ha
residido por períodos en Barcelona, Londres, Lima, México y Caracas. Entre sus
múltiples publicaciones críticas sobresalen El discurso de la abundancia
(1992), Una poética del cambio (1992), Arte de innovar (1994), Retrato
de Carlos Fuentes (1995), El principio radical de lo nuevo (1997) y Caja
de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno (2000).
Respecto a su obra narrativa, pueden citarse el libro de cuentos Las
islas blancas (1966) y la novela Mediodía (1970). Su labor como
antólogo ha sido fundamental para la promoción de jóvenes escritores
latinoamericanos de variadas tendencias y nacionalidades, a través de títulos
como Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI (1997) y otro
volumen similar que en la misma fecha dedicó a los poetas.
UNA MUJER
(VESTIDA DE HOMBRE) TRASATLÁNTICA
Antonio Benítez Rojo (La Habana , 1931) no sólo es el
más importante escritor cubano vivo sino también el primero libre de la
herencia traumática de la historia de una isla donde José Lezama Lima creyó se
podría “mamar el cielo,” y Virgilio Piñera entendió había que sobrellevar “en
peso.” No en vano hasta la fecunda herencia de Lezama Lima se extravía
disputada por autoridades del reproche. Contra esa genealogía cruenta, Benítez
escribe con simpatía, goce y claridad.
Su
nueva novela Mujer en traje de batalla (Madrid, Alfaguara, 2001) viene
de todas partes, pero va más lejos. Está libre de la larga fatiga de los
poderes retóricos que repiten su verdad absuelta, y narra, ameno e impasible,
para la Cuba
venidera, capaz de exorcizar la historia gracias a la ficción, apostando por el
encantamiento de la memoria mutua, sin cuentas por saldar ni demandas que
imponer. Narrador puro, capaz del placer circular de las tramas de aventura y
de intriga, nos entrega esta novela, su obra maestra, como tributo a la
creatividad del cuento de lo vivo. Por fin un libro desinteresadamente cubano.
Viene esta novela en primer lugar de su propia saga. Tanto de su magnífico ensayo La isla que se repite (ed. definitiva en Casiopea, Barcelona, 1998), donde diseña una versión cultural de Cuba en el “anfiteatro del Caribe” a partir de la teoría del Caos; como de su novela sobre la aventura del descubrimiento y la exploración antillana, El mar de las lentejas (Casiopea, 1999), y los cuentos en torno a la identidad poscolonial del sujeto disputado por orígenes contrarios, Paso de los vientos (Casiopea, 2000). Benítez es economista de formación, y estuvo a cargo del departamento de estadísticas en el Ministerio de Economía. Pero la literatura fue su autodescubrimiento, y el íntimo asombro que alienta en sus relatos, urdidos con destreza entre revelaciones y milagros, acompaña hasta hoy a su ficción. Lo excepcional acontece como una versión latente y feraz de lo cotidiano. Sin duda fue por esa concepción del relato que Benítez se ha sentido siempre fiel a la amistad de Julio Cortázar, al ejemplo de su pasión poética y su calidad imaginativa. En 1980, Benítez dejó Cuba y empezó en
Mujer en traje de batalla reconoce
también sus referencias de linaje: conversa con las primeras novelas de Alejo
Carpentier, con las que coincide en historias trasatlánticas y motivos
reflejos, y a las que excede con su traza aliviada por el deleite del relato y
su empatía emotiva. El reino de este mundo se ve a lo lejos de esta
novela, como un barco barroco que discurre recargado y solemne; pero también se
reconoce la vecindad fogoza de El siglo de las luces, incluso en la
referencia al cuadro que es emblema de una y otra novela. Comparte, además, la
nitidez de lo específico que distingue al novelista mejor, con La Habana para un
Infante difunto, la obra mayor de Guillermo Cabrera Infante. Y, en fin, con
Jesús Díaz, el más valioso de los narradores cubanos de la penúltima migración,
coincide en la rara capacidad de hacernos amar a sus personajes, exorbitantes y
ciertos.
Pero Mujer en traje de batalla
viene, sobre todo, de la fascinante historia de Henriette Faber, nacida en
Lausana en 1791, quien tuvo que vestirse de hombre para poder estudiar medicina
en la Universidad
de París. Fue cirujano del ejército napoleónico en la retirada de Rusia y, en
España, prisionera de Wellington y médico en Miranda del Ebro. En 1814 estuvo
en Cuba ejerciendo la medicina y se casó, con el nombre de Enrique Faber, con
una mujer; pero en 1823 fue juzgada por “los horribles crímenes” de haberse
hecho pasar por hombre y burlado los sacramentos sagrados. Su condena fue de
cuatro años en un hospital de mujeres. Expulsada luego a Nueva Orleáns, se le
prohibió residir en territorios españoles. A partir de la escasa documentación
histórica, y siguiendo el rastro fugaz del personaje, Benítez Rojo le ha
devuelto la voz a este formidable sujeto de la trasgresión. Mucho más que un
relato de época o una biografía novelada, esta novela se desdobla en puntos de
vista y narradores; y logra una verdadera proeza auto-bio-gráfica, la de hacer
fluir la historia de su tiempo histórico como la de cualquier tiempo. Porque
esta narradora ocupa el yo (escribe una versión de sus memorias) y el tú (se
lee escrita y se dirige a un lector venidero); ocupa también a un otro yo (se
representa como criollo cubano); y ejerce los géneros, sin prejuicio de la
identidad sexual, tanto como ocupa el disfraz y el teatro (forma parte de un
grupo nómada). Dentro de la mascarada de las mentalidades, cumple su precaria
libertad; y en el drama de la escritura recobra la breve memoria del bien
perdido: “lo que cuento a mi gusto y manera no es mi vida, es su diminuto
resplandor.”
La novela abunda en simetrías felices, que desdoblan personajes y pasiones,
triunfos de amor y batallas de épica derrota, entre héroes estendalianos y
balzacianos. Si el tío Charles parece perfilado sobre la sociedad de Balzac; la
actriz Maryse, posee la vehemencia de los héroes emotivos de Stendhal. La
novela prodiga mujeres magníficas, feraces y entrañables, que aman a muerte
varias veces, capaces de disfrazarse de hombres para seguir al suyo. Henriette,
en efecto, viste de soldado para alcanzar a su marido en el campo de batalla.
Después viste de habanero para entrar a la Universidad. Y más
tarde de médico para compartir la sociedad patriarcal cubana. Pero nada hay de
melancólico en ese desacuerdo entre la realidad y el deseo sino, más bien, el
renovado llamado de la aventura, que se resuelve ya no en historia o memorias
sino en la novela que ella escribe, como su última libertad, “para ser la mujer
que no he alcanzado a ser del todo...para sobrevivir como protagonista de mi
propio relato, para balancear mi conducta como si caminara con una pértiga a lo
largo de una cuerda...”. Con una destreza feliz, Benítez ata los hilos de la
argumentación para desatarlos en el de la autoría, implicando la
indeterminación de una vida en el drama de escribirla. Porque las vidas decaen
y terminan, consumidas por su propia fuerza, pero la escritura las desanuda del
destino en la emoción de su calidad única. Quizá la novela nos dice que son las
mujeres las que tienen la última palabra.
Al asumir el riesgo irónico “de pasar por hombre y pasar por habanero”,
Henriette sucumbe a la mala fe del machismo cubano. Pero si para Don Quijote,
condenado por mano ajena, no hay remedio y debe volver a La Mancha , a lo real de la
muerte; para Henriette la pérdida de su dignidad en manos de los feroces
letrados inicia la recuperación de su humanidad en sus propias manos: en la
escritura, que la salva de todos sus tiempos.
Más que una consagración del pasado, esta
ceremonia es aquí un despojamiento: un ejercicio de libertad y sabiduría. Esa
gracia del relato alienta en esta novela memorable.
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