Una insigne cicatriz del viento
estaba oculta debajo de una inmensa roca bicéfala al sur del continente. Era
una profunda huella marcada en el duro cuerpo de la roca, como si
hubiera sido cortado de un ¡zas¡ cobarde por la espalda.
Por eso el viento era invisible,
etéreo y difuso en aquel entonces.
Cuentan las aves que lo vieron
sufrir en largas jornadas, inmóvil, postrado a un costado de la
playa, llorando en silencio.
Su convalecencia la pasó durmiendo
y elucubrando su terrible venganza. Tuvieron que pasar cuatro lunas menguantes
más cuatro conjuros sobresalientes para que se dispusiera recorrer el mundo,
dispuesto a vindicar su nombre sagrado de la humillación que los
seres humanos desconocían.
Fue pura casualidad y una feliz
corazonada que el viento se cruzara con su temible agresor que
suponía era gigante, atroz, para lo cual se había preparado
convenientemente para dar la batalla, pero grande fue su sorpresa al
comprobar que se trataba de dos ángeles jóvenes que por jugar muy
entretenidos en el cielo perdieron una espada que cayó del cielo, con una velocidad sorprendente que le malogró la cara.
Los ángeles recuperaron su arma y
al darse cuenta de su travesura le pidieron disculpas y le rogaron al viento guardar
silencio del hecho a cambio de reponerle una nueva cara y darle una mejor
sonrisa para cautivar a la gente.
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